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Vídeo Café. Las lágrimas tan negras de Bebo, la voz tan clara de Cigala

Vídeo Café. Las lágrimas tan negras de Bebo, la voz tan clara de Cigala

 

Palabras de presentación del Vídeo café con el concierto Lágrimas negras, producido por el cineasta español Fernado Trueba, y que se presentó el viernes 7 en la Patio Caribeño.

Bebo Valdés nació una madrugada cualquiera de 1918 en Quivicán, un pueblo ardiente del sur de La Habana por donde sólo pasa un tren dos veces a la semana. Ni el propio Bebo recuerda la primera vez que le puso las manos encima a un piano, pero aún era un niño cuando se dio cuenta que no podría separarse jamás de ese instrumento. Desde muy joven empezó a tocar en las más importantes orquestas cubanas de la época. A finales de los años treinta ya era el pianista de Julio Cueva. Poco después el mítico Armando Romeo, uno de los principales gestores del jazz en la vecina isla, le pidió que formara parte de la alineación regular de su jazz band. En 1948, con apenas treinta años y en un país donde los grandes músicos se dan como la mala hierba, Bebo Valdés fue nombrado director musical del cabaret Tropicana, el celebérrimo paraíso bajo las estrellas. Por esa época, algunos músicos cubanos tenían una rara costumbre. Cuando terminaban de tocar las tandas de los bailes, se reunían a solas, sin partituras ni ideas fijas, y empezaban a improvisar. Uno de ellos, Cachao López, bautizó aquellas sesiones como descargas. Desde entonces es así que se les llaman a aquellas delirantes jornadas que acabaron pariendo hitos de la música universal como el mambo el cubop y la batanga, un ritmo creado por Bebo que se diluyó en los otros sin que se reconociera con tada justicia el nombre de su progenitor. Mario Bauzá, Dizzy Gillespie, Arsenio Rodríguez, Benny Moré, Frank Grillo Machito, Norman Granz y Dámaso Pérez Prado, entre muchos otros, son los sonoros testigos de aquella época en que la música del Caribe y el sur de los Estados Unidos se mezclaron con ardiente impaciencia.

Pocos días después del triunfo de la Revolución, Bebo Valdés abandonó Cuba hasta el día de hoy. Se enamoró de una sueca y desde entonces pasa sus noches bajo la nieve de Estocolmo. Por eso, cuando él aparece en Calle 54, Fernando Trueba le llama “el hombre que vino del frío”. Durante décadas Bebo Valdés permaneció en el más estricto olvido. Hasta para su hijo era un poco incómodo mencionar su nombre en público. Sólo algunos sagaces cronistas recordaban que el virtuoso Chucho Valdés había heredado su gracia de su padre, aquel memorable pianista que tocaba en Tropicana. Gracias a la insistencia de Paquito D’Rivera, Bebo Valdés volvió a entrar a un cuarto de grabaciones. Por fortuna, el clima nórdico no había entumecido sus manos y el viejo músico compuso ocho canciones y arregló once temas en 36 horas. “Estoy entero”, dijo cuando le puso el punto final a una espléndida versión de “El manicero”.

En 1999, Fernando Trueba se fue a Estocolmo con la misión de rescatar a Bebo. Corrían los días de Pascua y el cineasta español le propuso al pianista la idea de hacer un disco con Cachao y Patato Valdés, dos viejos camaradas de las juergas habaneras. Trueba abrió sin querer una caja muy parecida a la de Pandora, pero que en vez de males sólo contenía nostalgia. Además de grabar El arte del sabor, con Cachao y Patato, Bebo viajó a Nueva York para juntar su piano con el de su hijo Chucho. En este mismo lugar vimos aquella memorable escena de Calle 54 donde Chucho toca mirándole a los ojos a su padre, que a su vez improvisaba mirándole a los suyos. “El que pida más está loco”, dijo el creador de Irakere cuando se acabó “La comparsa”. Con el abrazo que se dieron segundos después, los necesarios para que ambos –padre e hijo– le dieran la vuelta a sus respectivos pianos, se reencontraron cuarenta años de distancia y de absurdo silencio.

Cuando Trueba filmaba Calle 54, tuvo la corazonada de que la unión del pianista cubano de 84 años con un cantaor, 50 años más joven qué él, podría convertirse en un espléndido viaje de ida y de vuelta para esos sonidos que el Atlántico tanto ha llevado y ha traído. Por eso cuando Diego el Cigala canta que “en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”, la eternidad parece salir a bailar entre el piano de cola y las palmadas del gitano.

Sobrino de Rafael Farina, Diego Jiménez Salazar, que es el verdadero nombre de Diego el Cigala, nació en Madrid e 1968. En los años setenta se le pudo hallar cantando por el Rastro madrileño o ganaba concursos de flamenco. Fue Camarón de la Isla quien le rebautizó Dieguito con Cigala se aparecía a cantar con él, con Tomatito y con los mejores bailaores y bailaoras. Hoy, Diego el Cigala es uno de los artistas más importantes del flamenco y su disco en vivo en el Teatro Real, acompañado de la guitarra de Niño Josele –el mismo que acompaña a Calamaro en El cantante–, lo ha situado en un lugar de privilegio en su ámbito. Cigala es probablemente el cantaor más abierto de su generación. Actualmente trabaja con el trompetista Jerry González. “Haber conocido a Fernando Trueba es un cambio en mi carrera –dijo Cigala una vez–. De Bebo lo he aprendido todo. Aprendes cada minuto que estás con él –dijo la otra”.

Estas frases tan sencillas de un cantaor tan complejo bastan para resumir lo que veremos a continuación. Cigala cruzara el océano en busca de los ritmos y las canciones que necesita de regreso en su espíritu. Bebo se hundirá en su piano como si allá adentro estuviera la isla que no ve hace más de cuarenta años. Veamos pues las lágrimas tan negras de Bebo y la voz tan clara de Cigala.

CV

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