La instalación, como obra desarrollada in situ, discursivamente determinada, y de presencia más o menos definida en el campo de las artes contemporáneas de la República Dominicana, nos presenta una realidad diferenciada.

Esta ambigüedad presencial se refiere a los flujos de intensidad en su producción y visibilidad. Desde una realización de obras de carácter activista y de ruptura con el status quo de la producción artística nacional, hasta los planteamientos más íntimos –y paradójicamente colectivos–, se suceden y exploran desde diversos espacios expositivos y certámenes de arte.

Cuando me refiero a los flujos de visibilidad y producción de la instalación, lo hago precisamente para establecer la intermitencia de esta en los territorios de acción del arte contemporáneo dominicano. Junto a esto se debe considerar también la incidencia de esta manera de producir sentido en el estado actual de cosas dentro del arte contemporáneo. La historia reciente de esta manifestación ha revelado que la misma ha activado nuevos engranajes en la producción y puesta en escena de la “obra de arte”, que proponen otras relaciones entre espacio, poder –institucional, público, personal–, representación y materialidad. Al asumir el espacio como parte esencial y significante de la obra y permitir la visibilidad de este como lugar definido, la instalación puso en cuestión la división tradicional entre obra y lugar de exposición, dio otro sentido a lo que Foucault llamaba las “arquitecturas de encierro”13 –las cárceles, la vivienda, los espacios de socialización, los zoológicos etc.–. De la mano con la instalación, los artistas empezaron a asumir estos módulos espaciales como medios de producción y control de la subjetividad. Buen ejemplo de esto serían las piezas de Raúl T. Morilla, con múltiples elementos y conceptos manejándose a la vez en una esquina del espacio museal.

Precisamente el tema de la “arquitectura del encierro” me dirige a las obras Encuentro de poderes –que se presentó en la exposición Landings tres, en el Centro León– y Surface –expuesta en la XXV Bienal Nacional de Artes Visuales–, de Patricia Castillo (Patutus). En la primera, la artista intenta, en un acto instalador, contener el agua, pero esa contención se dirige hacia el propio proceso de mercantilización del agua, a la noción de insularidad y a los “poderes” del preciado líquido. En la segunda, construye una pila de segundas pieles –vestuario–, que a la vez funge como superficie de germinación.

Otra importante vía de acercamiento que se desprende de la instalación actual es la del humor, el sarcasmo y la evocación de las realidades e identidades de manera mordaz. La obra Canibalismo, que realizaron en colectivo Natalia Ortega y Patricia Castillo (Patutus), muestra una organizada mandala de contenedores cerámicos, cada uno con piezas de pelo que bien pudieran referirse a la consideración del pelo como elemento significante vital para las personas y a la autofagia presente en estos procesos.

Por otra parte, el colectivo Shampoo –hoy denominado Picnic– hace una “apologética” visual a la “plástica dominicana”, refiriéndose a su vez a la extraña costumbre de llamar a las artes visuales artes plásticas y a la escena nacional de las artes como un conjunto de producciones en serie.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Sara Hermann, Historiadora e Investigadora de Arte
Asesora del Centro León