Sin saberlo, sin ni siquiera imaginarlo, Fefita convierte en realidad lo que el artista se imaginó. Aquí, en el corazón del Cibao, García Márquez vuelve a estar en lo cierto y la imaginación acaba de perder otra de sus eternas batallas con la realidad.

Justo en la entrada de la sala de Antropología del Centro León, donde se exhibe la exposición Signos de identidad, hay una frase de Gabriel García Márquez. “Yo nací y crecí en el Caribe: centro de gravedad de lo increíble –sentencia el autor de Cien años de soledad–. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad…”. A pocos pasos de esa leyenda, después de vadear un barco imaginario de Sacha Tebó –hecho con los restos de un trapiche y con los yugos que rememoran viejas zafras y antiguos dolores–, se entra a la sala de Exposiciones Temporales donde se exhibe la exposición Que no me quiten lo pintao. Los códigos visuales del merengue. Un cuadro de esa exposición y unos carteles que acaban de emplazar en la ciudad de Santiago, le dan la razón a García Márquez, hacen que su frase sea más realista aún.

Casi al final de Que no me quiten lo pintao, justo antes de una pareja de pies que Quisqueya Henríquez filmó marcando en silencio el más estruendoso de los merengues, hay una obra de Chiqui Mendoza donde aparece, sobre una lona de camionero, rodeada por varios chivos sin ley, Fefita la Grande. La Vieja Fefa parece vista por un espejo empañado, acaso el mismo a través del cual miraba hacia atrás el camionero que abandonó la lona para que se convirtiera en obra, en objeto de culto. Fefita no dice nada, posa en silencio, con uno de los ajuares que vistió en su calendario. Con las manos en la cintura, la merenguera permanece inmóvil, mientras el acordeón del hijo de Ñico Lora se escucha del otro lado, haciéndole compañía a un Tin Pichardo que baila sin cesar.

Los chivos sin ley acechan a Fefita, asedian su cuerpo semidesnudo. Chivos linieros al fin, conocen a la acordeonista mejor que nadie; por eso tratan de subir por su cuerpo como si fuera un pedazo de monte. Para entrar a Que no me quiten lo pintao, hay que salvar un túnel hecho con anuncios de sacos, de esos que avisan todas las fiestas típicas del Cibao. En varios de ellos, Fefita convida. Su nombre se repite tanto, que da la impresión de que podrá estar en varios sitios a la vez.

Hoy han amanecido en Santiago una infinidad de carteles con el anuncio del nuevo calendario de la merenguera. Ahora, envuelta en una nube de espuma, la Vieja Fefa posa imperturbable. Una y otra vez se suceden sus imágenes por toda la ciudad. Una de las vallas está emplazada dentro de un hierbazal y cuatro chivos sin ley pastaban a su alrededor. Sin saberlo, sin ni siquiera imaginarlo, Fefita convierte en realidad lo que el artista se imaginó. Aquí, en el corazón del Cibao, García Márquez vuelve a estar en lo cierto y la imaginación acaba de perder otra de sus eternas batallas con la realidad. Una vez más, la verdad simple y llana deja sin argumentos al asombro.

CV