Sacha Tebó llegó a ser un modelo de las relaciones entre las artes de República Dominicana y Haití. 

La crítica alaba su carácter caribeño, sin justificar jamás verdaderamente en qué consiste. Edward Sullivan enuncia su “hermético misticismo”; Fernando Ureña Rib es bastante vago acerca de “algo de místico, algo de mosaico antiguo, algo de modernidad se entreteje en la obra de Sacha Tebó”; mientras que Amable López Meléndez alega que “profundiza sobre nuestras devastaciones ontológicas o sobre la cuestión identitaria”. No creo poder enfrentar el desafío de decodificar su esencia caribeña refiriéndome solo a dos aspectos, pero estos pueden contribuir a hacerlo: el primero es el vínculo visceral que ejerce su isla: nacido en Puerto Príncipe, en 1934, permanece en esta hasta 1945, durante los años que marcan la infancia de un sello indeleble. Posteriormente tiene constantes idas y venidas por el Caribe, ya se trate de Miami, México o Santa Cruz, e interviene en eventos relacionados con las artes del Caribe, ya sea la Primera Bienal Internacional de Pintura en Cuenca (1987, Ecuador); la Tercera Bienal de Pintura del Caribe y de Centro América (Santo Domingo, 1996); Dominican and Haitian Parallel Art in a Caribbean Territory (con Myrna Guerrero en 1998); en el Museo de las Américas, Puerto Rico, 1999, Between lines; en Cariforo, 2001, Intercaribbean; o la VI Bienal del Caribe (Santo Domingo, 2003). Nada de esto excluye su formación en el extranjero (Canadá, París, Brasil), lo que le procuraría apertura y le permitiría, si ello fuera necesario, llevar una reflexión sobre su identidad. El segundo componente de su identidad es esa capacidad de pasar de una paleta cromática viva y armoniosa, de la dulzura de la cera de abeja en sus telas, a las materias rudas, cortantes y ásperas de las telas de yute, del hierro cortado, de la madera. Lo simbólico de la esclavitud y de la condición infrahumana es expresado a través de las metonimias de las manos amputadas del cuerpo, sacos de azúcar, yugos, trozos de mástiles, del ensamblaje que toma forma de barco negrero en Sugar (2003). Ese mismo año, el cubano Carlos René Aguilera –que participó en las Bienales de La Habana y la II de Santo Domingo–, realizaba una serie de cuadros sobre múltiples facetas de la caña de azúcar. La ola está dotada de verdes luminosos, de campos sobre los cuales surfean los guajiros –campesinos en Cuba–, un guiño de ojos al trabajo siempre apremiante de la caña, donde la mano de obra no tiene distracciones, como el surf actualmente las procura a los turistas y ociosos. Recientemente, la artista estadounidense, Kara Walker, elaboró una inmensa escultura de azúcar, cuyo título entero aclara el sentido de la obra: Una sutileza bebé de azúcar, un homenaje a los artesanos no asalariados y agobiados que han refinado nuestro gusto dulce desde los cañaverales hasta las cocinas del Nuevo Mundo en ocasión de la demolición de la Planta de Refinamiento de Azúcar Domino, en Brooklyn.

Evidentemente, los desfases se multiplican, las lecturas divergen según el grado de metáfora desarrollado en cada obra, unas más poéticas (Sacha Tebó), otras lúdicas (Carlos René Aguilera), o incluso más enfáticas si pensamos en la escultura de K. Walker, que pesa más de cuatro toneladas y mide más de once metros de alto. Las economías de plantación, consciente o inconscientemente, han modelado los imaginarios de la región y de sus intelectuales. Por ejemplo, no podemos separarlas del contenido simbólico en el banano, producción eminentemente colonial. La misma fue objeto de un interés muy particular desde el siglo xix.

En el caso de los puertorriqueños, Francisco Oller introdujo desde 1869 las bananas en sus naturalezas muertas (Bodegón con guineos, jarra y pajuiles); o Ramón Frade, quien reivindica su identidad puertorriqueña en El pan nuestro (1905), practicando una elipsis a través de esta referencia religiosa. Los rácimos de bananas acompañan igualmente lo cotidiano de los Negros de Limón (1936), del costarricense Manuel de la Cruz González. Sus representaciones surgen entre islas o franjas costeras y funcionan entonces como elemento identitario sin reivindicación especial. Después, Inés Tolentino, José Alejandro Restrepo (colombiano), Jean François Boclé (martiniqueño) o Miguel Luciano (puertorriqueño) se apoderan de las bananas como detonadores de memoria de numerosos estigmas. Inés de Tolentino no pretende recurrir a la memoria de ficción desarrollada por García Márquez, entre otros, en Vivir para contarla; ni busca cuestionar la historia oficial a través de la masacre de bananeros en Colombia, que Restrepo aborda en Musa paradisíaca, de 1993; ni se refiere al trabajo de Jean François Boclé en Boat (2004) o Banana Project Episode I (2007); ni siquiera a Banana Boy Project (2000), de Yasser Musa. Esos “ni” no significan que no existe parentesco entre ellos, sino que éste toma vías diferentes que emergen en lugares y momentos distintos. Inés inserta el fruto simbólico en Cada quien su camino (2007), obra que hace gala de una gran delicadeza en la manera de abordar temáticas sensibles, a lo que contribuye la calidad del dibujo. Aquí es la asociación la que da sentido, llena de matices: bananas dispersas, presencia de carros de combate, retratos del dictador, piernas femeninas eróticas, el perro, el recuento de los días de encierro, concurren a una visión fragmentaria de la historia de la República Dominicana.

Marcos Lora Read había abordado esta visión fragmentaria de la historia a través de Cinco car-rosas para la historia (1991), expuesta en la IV Bienal de La Habana. Muy densa desde el punto de vista plástico, esta instalación arrojaba luz, en sentido propio y en sentido figurado, sobre la explotación del hombre, la trata de negros, mencionando hasta el nombre de los primeros esclavos.

Si nos referimos a la historia, el acercamiento diacrónico europeo no se corresponde con la historia discontinua, no lineal, del continente y del archipiélago. En primer lugar porque este último fue construido, relatado y trasmitido por el dominador. Además, cada país conoció franjas de historia y de yugos distintos, según fuera el colonizador –español, inglés, francés, holandés, norteamericano– e independencias, cuyas fechas se van escalonando desde 1804 a 2010, o sea, por más de doscientos años. Cuando Edouard Glissant emplea la bella metáfora de “saltar de roca en roca”, subraya la necesidad de juntar paneles de historia separados por brechas, instaurar vínculos que faltan, temporales o culturales, de revisitar los silenciamientos. Ello constituye una constante de las artes del Caribe, y ciertamente por esto podemos hablar de una constante caribeña.

En tanto Radhamés Mejía fragmenta sus telas, al tiempo que teje sus fondos con mil signos, su lenguaje es polisémico. Se refiere a la fragmentación espacial de la cual tomó conciencia alejándose físicamente del Caribe, y por consiguiente de su fragmentación histórica, así como de la compartimentación gráfica presente en el arte desde la antigüedad –arte egipcio– hasta nuestros días, pasando por los códigos del tebeo y de la Nueva figuración. Al mismo tiempo, inserta símbolos de cultura taína, reminiscencias de ritos religiosos, como poseído por varios mundos que se equilibran, no manifestándose ninguna diferencia entre los ritos del vudú y los de la santería (Canto del hechicero, 1994 y Fases rituales, 2001). María Aybar se encuentra igualmente en la confluencia entre el vudú y la santería, y crea un espacio mágico-religioso que sobrepasa la frontera interior. Su herencia se ha trasmitido gracias a desplazamientos de anécdotas: El nacimiento del gagá (Paul Giudicelli, 1960), El sacrificio del chivo (Eligio Pichardo, 1958), el reconocimiento del sincretismo, como lo indica la Virgen negra de Marta Pérez (1987) o Santa Marta la Dominadora, de Jorge Severino (1977). Esta reivindicación identitaria, de hecho dictada por una necesidad vital, considera menos este componente como una fuente de riqueza que como factor de marginalización (Carlos Sangiovanni, Religión, ritos y marginalidad, 1983).

Mejía y Aybar se encuentran cerca, de cierta manera, del cubano José Bedia, que recurre a las fuentes precolombinas mexicanas y a las de África, donde dice revitalizarse, término inexacto en la medida que las culturas aportadas por los esclavos africanos fueron diluyéndose poco a poco, modificándose, reconstruyéndose al tomar otras vías. La diferencia entre Mejía y Bedia reside en que el primero expresa una cultura de lo vivido, basado en lo intuitivo, en el cromatismo pronunciado, mientras que el segundo la analiza, profundiza su búsqueda. Pensamos en el haitiano Franz Guyodo, cuya escultura macabra El Barón del Cementerio entra en correspondencia con El Barón del Cementerio muy luminoso de Chiqui Mendoza (1991), que nos remite a su famoso Altar para una metresa (1992), a Santiago Olazábal y a Manuel Mendive, que respaldan su búsqueda a partir de su práctica de los ritos yorubas, como lo hacía Belkis Ayón, de forma documentada, en torno a los Abacuás.

Constatamos entonces que unos vínculos se tejen a partir de fragmentos culturales y rituales comunes, dando lugar a prácticas con soluciones distintas pero no alejadas, unas más intuitivas, otras más asimiladas, otras más intelectualizadas. Todas tratan de apropiarse fragmentos de su historia, intentando comprender su génesis y, por lo tanto, al Otro que no es ni completamente similar ni completamente diferente.

El arte de República Dominicana, dotado de numerosas facetas, puede ser calificado de “uno y múltiple” presentando, a la vez, parentescos formales, temáticos, conceptuales e ideológicos, así como enfoques comunes con otras expresiones plásticas del Caribe. No podemos aislar, por ejemplo, las máscaras de Jorge Pineda y las cabezas del venezolano Carlos Zerpa. Recordemos la presencia reiterada de este último en las dos primeras Bienales de La Habana, su aura subversiva y su pasión por las culturas sincréticas de América Latina. De igual modo, En tu piel, de Miguelina Rivera, se acerca a Jaula corazón, de Zerpa. Las máscaras de Oh Taschen, Oh Taschen, Oh Taschen o las cabezas de Mambrú, de Pineda, envían un eco a la de Santo, de Zerpa, realizando iguales referencias al horror, a la violencia. Esos parentescos formales de alcance colectivo se asemejan en cierta forma a los retratos individuales de Hew Locke (Guyana), de Mario Benjamín (Haití), de Guyodo (Haití), los autorretratos de Arnaldo Roche (Puerto Rico), o los retratos sin rostro (2007) de Ernest Breleur (Martinica).

La máscara desempeña, secularmente, un papel de vector de identidad y de ritos en las manifestaciones africanas. La carga visual y conceptual no se corresponde en nada con los retratos realizados por Picasso, por supuesto. De una parte, por los períodos distendidos de los cuales hablamos, pero sobre todo porque el cuestionamiento picassiano era ante todo una construcción intelectual. El Caribe posee en su carne esta herencia como la mostró Wifredo Lam; sus artistas, al recurrir a las máscaras, tocan las cuestiones fundamentales del ser humano: las violencias perpetradas por este o contra este. Jugando en torno a múltiples connotaciones con los orígenes socioculturales, las consecuencias de la colonización, las prácticas propias de la región, como la lucha mexicana, los Mambrú de Pineda se conectan con los niños despojados de su inocencia, enrolados en África, que nos remiten a las consecuencias actuales del colonialismo.
Pero igualmente evocan la canción que se destina a los niños en Europa y también en el Caribe, Mambrú se fue a la guerra, y a través de esta, a la educación consciente e inconsciente difundida por la sociedad para manipular la esencia del ser. Ellos dialogan con los autorretratos torturados de los plásticos citados más arriba, y con los de Breleur, en la medida en que estos hacen referencia a otro acto de fuerza, que consiste en borrar cualquier identidad. Además, Breleur alienta lo inesperado, como Zerpa una vez más en La fuerza de la sorpresa. Al respecto, Ernest pidió a 15 escritores de varios continentes que realizaran un retrato –en forma de texto– que pudiera aplicarse a una de las creaciones del martiniqueño, lo que acrecenta lo inesperado y su poética e impulsa hacia los imaginarios y hacia el Otro.

Belkis Ramírez y Raquel Paiewonsky han abordado la cuestión de la mujer negra bajo diversos ángulos, haciendo eco en Belkis Ayón o incluso en Glenda Heyliger. Los retratos anónimos en De la misma madera (1994) –juego de palabras entre el concepto de la mujer maltratada y el soporte que se utiliza en la obra–, de Belkis Ramírez, asociados a un lanza piedras desproporcionado anuncian su siguiente producción. En efecto, la puesta en escena de sus personajes femeninos es significativa desde varios puntos de vista. Por una parte, el trabajo de grabado con ranuras de tinta desmiente una piel viva, dramatiza la expresión de su mirada vacía, de su rictus, las hace espectadoras de su propia suerte, con las manos detrás de la espalda. Colgadas del techo como reses despellejadas en De MaR en peor, ellas trasmiten un dramatismo unido a su condición de negras, al mismo tiempo que insular, gracias a un juego sobre la mayúscula y la pronunciación de MaR/mal y/o a la prostitución que connotan los labios violentamente pintados. La imaginación del espectador ante esas 33 matrices de grabado multiplica al infinito esas figuras en diversas direcciones –según cada una sea observada, de frente o de perfil o de tres cuartos–, sugiriendo una multitud de otras mujeres por el mundo que encaran las mismas frustraciones. Por otra parte, la talla de cada una de las 33 figuras, que ocupan un amplio espacio, impacta al espectador.

Belkis Ayón, quien también revolucionó el grabado, tomó otras vías. Ella cuestionó las leyendas vinculadas a las prácticas abacuás, en particular la muy poética de Sikán.13 En consecuencia, Ayón trabajó sobre los tabúes de esas sectas afrocubanas que no aceptan a las mujeres en su grupo, y a partir de ello, estableció las relaciones entre el lugar de la mujer en la sociedad africana y en la sociedad cubana. Su obra se caracteriza por una sintetización extrema, que es valorada por ciertas técnicas como aplanadas, sin perspectiva, sin claro-oscuro, en una gama de negros profundos. Por su parte, Raquel Paiewonsky aborda la cuestión desde la foto y la instalación; sus códigos expresivos son muy personalizados y están dotados de un parentesco más conceptual que formal con otros artistas de la región. Las diferencias se establecen en sus figuras encerradas en atributos específicamente femeninos, amordazadas, de zonas erógenas protuberantes. Los cuerpos que pone en escena, como los de Inés Tolentino y de Pascal Meccariello (El cuerpo del delito) se comunican con los trabajos de Marta María Pérez en Infrarrojo (Introitos), pero son de mayor grado poéticas.

El discurso de Glenda Heyliger reposa sin duda más en sus vivencias, como lo testimonia su instalación The black book of life (1995), la cual presentó en la VI Bienal de La Habana. Ella manifiesta su memoria personal, los dolores del pasado y su deseo de liberarse de ellos, de superarlos al enterrarlos, como un acto expiatorio. En eso es cercana a Miguelina Rivera en Nostalgia de un ilegal o Maná (2001). Ella mezcla el jabón de cuaba, símbolo dominicano de múltiples usos –como aquellos asociados con la higiene íntima o las virtudes curativas–, con las esencias y el alambre de púas, asociando en un oxímoron lo que purifica, lo que hiere y los olores relajantes. Heyliger y Rivera comparten una herida profunda, una en carne propia y la otra más intelectualizada, motor de una reflexión que se apoya en la exhumación al mismo tiempo que en el enterramiento. Rivera explora las facetas de la adolescente en su madurez, de su relegación, sobre la base de la intimidad. Destaca el encerramiento en En tu piel. Domina el proceso espacial maridando su escultura, que juega con el encierro entreabierto de un verdadero pájaro, cuyo canto simboliza la esperanza, y demuestra una capacidad de alcanzar varios niveles de interpretación. La mujer, habitualmente inhibida por las trabas sociales, históricas y familiares, se convierte en jaula al invertirse los roles; protectora, maternal pero igualmente opresiva. No se limita al género ya que propone Hombre jaula, que tiene correspondencias con La jaula corazón, de Carlos Zerpa, Mi jaula (1991) y La jaba/île –en junco fino o en palma real– de Kcho (Cuba).O con El corazón de América (1987), de Juan Francisco Elso Padilla (Cuba), que une alambre, ramajes, así como hierbas entrelazadas, y que deja entrever a través de cierta jaula al espectador, dando la impresión de retenerlo en su corazón desecado.

Estas artistas plásticas colocan al ser humano en el centro de sus preocupaciones, a partir de su condición de mujer; a ellas se unen Tony Capellán, Jorge Pineda, Alex Burke (Martinica), Osaira Muyale (Aruba), especialmente cuando su trabajo se centra en el objeto emblemático de la infancia, la muñeca. Ciertamente, parece innegable que fueron sensibilizados por el significado de la producción de Louise Bourgeois; sin embargo, ellos se reorientan hacia su propio contexto. Tony ensambla de manera magistral y monumental los fragmentos desmembrados de los bañistas cuidadosamente –yo diría incluso respetuosamente– encontrados en Náufragos inocentes (1997), que hace eco con Vidas del tercer mundo (1996), pues se trata de niños y vidas rotas de estas regiones, o también con Flotando (2010).

Las muñecas de trapo o los bañistas de Muñeca tatuada pinedianas colocan al espectador frente a las vejaciones sufridas por las mujeres en la calle, a través de los piropos dudosos, en sociedades donde lo oral ocupa un lugar preponderante. Las dueñas recorren la pared, verdadera metonimia de frases lanzadas según los criterios machistas que quedan un instante en suspenso antes de caer. Estas dialogan con las muñecas de trapo asfixiadas por los lazos, sujetas, anónimas y sin embargo de pie de Alex Burke en The spirit of the Caribbean (2006-2007). Así, el componente autobiográfico constituye uno de los marcadores de estos artistas, y se inserta en una memoria colectiva, como lo indica ese trabajo sobre el “género”. Es lo mismo respecto al examen de los fenómenos migratorios, que se relacionan igualmente con marginalización y frustraciones sociales.

Cinco car-rosas para la historia (1991), de Marcos Lora Read, que hemos señalado en varias ocasiones, examina, con la ironía expresada en el título y por las dimensiones impresionantes que conjugaban madera, hierro y neón, las primeras oleadas de los barcos negreros, la erradicación de los indígenas; mientras su instalación Fuga de talentos (1989), en torno al autoexilio de los intelectuales, se anticipaba a las preocupaciones contemporáneas. Con algunos años de distancia, podemos hacer un paralelo entre esta y la instalación Migraciones II (1994), compuesta de diez maletas pintadas, con títulos poéticos pero angustiosos, como El Canto de sirenas, que Sandra Ramos (Cuba) presentó en la V Bienal de La Habana. En dicha obra la artista interiorizó los fenómenos de desgarramiento del exilio, que privan al niño de una capacidad de escoger y que rompen segmentos de su vida. Sus maletas sirven menos a una reflexión teórica, como en la obra de Lora Read, que a las sensaciones trasmitidas por sus contactos íntimos. La regata o Archipiélago de Kcho aportaron su contribución gracias al arco de barcos precarios, de forma insular, donde se amontonan los recuerdos, de los cuales los exiliados no pueden deshacerse. Esta noción de amontonamiento, aunque esta vez humano, se encuentra presente en Como sardinas en lata (1998), de José Sejo. Raúl Recio procede por medio de representaciones alusivas y poéticas y Leo Núñez aborda, por sus connotaciones, la memoria, la esencia de la vida como un “viaje a la semilla”, en sus relaciones con la práctica artística a través de Viaje a la materia (1998).

José García Cordero y Johnny Bonnelly desenmascaran uno de los peligros de la travesía ilegal en la tela Boat People IV (1992-96) y en la escultura Tibuturs (2003), con el mismo humor que Reynerio Tamayo (Cuba) en Taxi-Tiburón (2006), igual uso del juego de palabras y un lenguaje muy cercano. Abel Barroso, aparte de las alusiones al estrecho de la Florida o al Canal de la Mona en Border Patrol, explora múltiples fronteras en Carrera de obstáculos (2010). Subraya las repercusiones nefastas de las migraciones en el seno de las sociedades del Tercer Mundo, las diásporas, las evoluciones de los afectos, las identidades, los lenguajes (Intolerancia, 2010) bajo un aspecto lúdico. Las obras cuestionan la memoria, que contribuye a las utopías, al hilo de esas mutaciones, cada uno pensando llevarse y conservar un pedazo de lo vivido, cuando todo se desvanece o se congela. Tomaremos de ejemplo la casa, metáfora del hogar y del lugar que agrupa a la familia, el afecto, lo social.

Las casitas de Miguel Ángel Ramírez García sondean la nada en Zona de nadie (2006), en dicotomía con (Up) rooted (1997), precaria, pero plantada sobre raíces que las izan, de Annalee Davis (Barbados). Estas casitas expresan la inaccesibilidad en Raúl Morilla, la precariedad en Pascal Meccariello (La casa frágil, 2003), o en las de Abel Barroso, de Evelyn Lima Rivas (Conviviendo con el lado oscuro, 2008), o de Antonio Martorell (Puerto Rico), sobre cuyo Pasaporte Portacasa (1993) dice: “La casa en el
Aire ofrece finalmente un hogar –una casa portátil que pueden llevar ‘a cuestas como la tortuga’ adonde quiera que vayan. Es por fin una casa que pueden comprender, una de acuerdo a sus necesidades, con su geografía interior más que sus circunstancias externas… La Casa en el Aire celebra esas cualidades de los puertorriqueños y de los inmigrantes en cualquier lugar, que mantienen el autobús volador a treinta mil pies en el aire: resistencia, humor, resignación, orgullo, vigorosas raíces culturales, y una esperanza infinita”.

Los Carpinteros (Cuba) han construido su Ciudad transportable (2000) en torno a esta noción de falsa conservación de las raíces, del papel de la memoria infiel, y esta instalación ofrece múltiples acercamientos, según se integre a un espacio habanero que remite a la verdadera Habana gracias a una puesta en abismo, o que ocupe una o varias salas de museo, o incluso un espacio cultural portador de una cultura diferente que desmitifique el recuerdo.

Hemos constatado en un acto transversal y rápido los pasos, no diacrónicos, de la revalorización del dibujo y del grabado al arte pobre y la instalación; nos sería fácil hacer alusión a la escultura en la instalación, tomando como ejemplos a Soucy de Pellerano, Yubi Kirindongo (Curazao) o Franz Guyodo, que utilizan el metal asociado a otros materiales de recuperación, obedeciendo a diversos mecanismos. Las instalaciones permiten partir de una matriz destinada originalmente al grabado (Ramírez, Barroso, Chris Crozier) o generada por la radiografía (Breleur), poniendo de relieve la huella humana. Estas mezclan escultura, video y objetualismo, están dotadas de energía, sin duda porque los objetos, extraídos de vivencias emocionales, ofrecen nuevas vías discursivas: muñecas, que tienen una relación con la infancia, el mundo lúdico u onírico, pero truncado en este caso; casitas/bohíos, jabones, alambres… que exhumen los miedos atávicos generados por el opresor, ya sea que ejerció un sistema de dominación brutal o más subyacente, a veces silencioso pero siempre poderoso. Al igual que la foto autoriza a Polibio Díaz para interrogar al mito del Caribe/paraíso en Paraíso, Serie Dominican York, 2008, las instalaciones permiten someter a cuestionamiento los mitos insidiosos. El mito de la percepción, falseada, de la identidad en este caso del negro que cada quien cree reconocer en Me voy, de Jorge Pineda, aunque no es ni un ser real ni negro. El mito del superhéroe tratado por Pascal Meccariello en Urnas para pequeños superhéroes. Estos superhéroes corresponderían más bien a anti-héroes, aunque revestidos de una capa diferente para cada uno. Además, nos recuerdan que el disfraz forma parte de los usos y costumbres del Caribe, y permiten trasmitir de forma más ligera las cosas graves o preocupantes. A medio camino entre el optimismo y la ironía, Meccariello encierra a los niños que él individualiza fuera de la realidad para preservar su inocencia, sus ilusiones, haciendo de la urna, habitualmente metáfora de la legalidad, una muralla inviolable y llena de luz. Este trabajo connota con el anti-héroe de Tirzo Martha (Curazao), con el Capitán Caribe. Este personaje corresponde a una relación de fuerza y a la ilegalidad heredada de la piratería. Anti-héroe que pertenece a la clase popular, entrega con humor un mensaje político: lucha por los derechos, la identidad y la cultura local.

Resulta singularmente complejo aproximarnos a las artes visuales de República Dominicana, ya que nos llevan de un matiz temático al otro, de un matiz conceptual al otro, de connotación en connotación, de ecos en ecos, en una especie de errancia que no es tal, ya que cada una nos hace tomar conciencia de los lazos profundos que tejen y que los unen. Contemplando sus obras, tenemos la impresión de que los artistas plásticos modelan en nuestra mente y sensibilidad una aproximación similar a la de ellos, es decir, a través de la espiral. Tony Capellán es un maestro en tal sentido. Su instalación Tiro al blanco, compuesta de orinales en una misma gama cromática, se encuentra en concordancia con el movimiento del ciclón Georges, que lo inspiró; uno a uno, Capellán los recuperó a la orilla de la playa, de ese mar Caribe poderoso, después de que las aguas se los habían llevado de los hogares, privando a los niños de lo estrictamente mínimo. Por su parte, el ensamblaje Tierra de sol (1998) atestigua de una riqueza expresiva y estética coherente con sus preocupaciones de todo tipo: la infancia desnaturalizada, las mujeres y los abusos perpetrados contra ellas, los dramas de las migraciones. Este torbellino connota con Vértigo semanal (2006), de Mónica Ferreras de la Maza; con Este es el camino (2000), de Santiago Olazábal; con Plagatox, de Raúl Quintanilla (Nicaragua); con Growing up withoutan echo (1997), de Annalee Davis; Pu(n)ta María (2001), de Glenda Heyliger; o también con El silencio (1997) y Time machine (2011), del proyecto Silueta, de Osaira Muyale, a través de múltiples preocupaciones.

La espiral responde a fenómenos naturales, pero también a los movimientos tan presentes en la vida de la región, y por consecuencia en la cultura. No parece, de hecho, vano recordar que Frankétienne había creado la escuela del “espiralismo” en 1965, con el fin de aprehender una realidad en movimiento perpetuo. Las artes visuales del Caribe no se adecuan a la linealidad, ni temporal ni espacial. Las obras dominicanas van haciéndose complejas, enriqueciéndose a lo largo de la producción, haciendo eco con otras, al adoptar códigos formales próximos o resueltamente distintos. Su interactividad y sus diálogos constituyen uno y diversos discursos que no son jamás estáticos. Numerosas veces efímeros, parecen errar antes de reencontrarse de nuevo y entrelazar estratos de tiempo, de espacios, de códigos. Se cargan de poesía, se mueven en el humor o la ironía, ofrecen facetas lúdicas, lanzan por tierra los mitos, las dominaciones de toda clase, se impulsan a partir de “une trouvaille”, de lo inesperado. “Hacen red y constituyen volumen”, afirma Edouard Glissant.16 Razonar y resonar constituyen los pilares de su práctica. Las resonancias vibran en su trabajo, se proyectan rebotando hasta el fondo del alma, hasta las entrañas, y hasta los cinco sentidos del espectador, remitiéndolo a las orillas y franjas del Caribe, gracias a este pensamiento archipielágico.

Hemos tratado de discernir los parentescos formales y conceptuales entre las producciones de los artistas dominicanos y los del Caribe, identificando sin cesar las fusiones, las combinaciones, los entrelazados que provocan nuevos rizomas. Numerosos artistas plásticos no entran en este análisis, que no ha podido ser exhaustivo, otros fueron objeto de comentarios demasiado breves, pero mi libro Las artes visuales del Caribe; criollos y ciudadanos, en vías de publicación, completará ampliamente este capítulo.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Michele Dalmace, Crítica e investigadora de arte.
Catedrática de la Universidad Michel de Montaigne, Burdeos