Todo fin de siglo es un trauma. Un trauma que predice cataclismos por lo del fin ineludible, pero que también produce nuevas formas, nuevas actitudes y formas de hacer amparadas en aquello del comienzo de algo.

Una sociedad reforzada por el malgasto, aunque parezca paradójico, ofrece oportunidades de renacimiento, y tal es el caso de este nuevo siglo en la República Dominicana. En el fin de siglo xx e inicios del xxi, la creación artística va a estar matizada por cuestiones muy variadas, que van desde las vinculadas al desarraigo, la identidad y la nostalgia, hasta la reconsideración del papel y situación del ser humano –y más específicamente del artista– en la sociedad contemporánea. A esto se suma la idea de análisis de nuevos espacios, territorios y hábitats, la exploración de nuevas emociones, la incidencia de los medios masivos de difusión y el bombardeo de imágenes a las cuales este artista se ve sometido.

En cuanto al vínculo con la memoria, referente muy en boga en décadas previas, este transita desde el testimonio de lo sucedido, narrando el hecho sin aparentes elementos de juicio, hacia una obligada conceptualización e intelectualización de los fenómenos circundantes e históricos, condicionantes de la contemporaneidad a través de un paralelismo analítico de las circunstancias que se repiten. En este sentido sucede algo bastante interesante cuando los creadores contemporáneos se distancian como para hacer la disección del tema y, a diferencia de generaciones anteriores, no pretenden expiar culpa histórica alguna, ni resolver los conflictos acarreados por otros.

Este momento puede ser considerado de transición en el desplazamiento o migración de los significados. Las temáticas mutaron. Las simbologías han migrado hacia un contexto diferente. Se han intercambiado los papeles y lo que antes significaba algo, puede que ahora haya desaparecido como eje temático o planteamiento, o simplemente haya adquirido otra connotación.

En este momento se producen algunos de los primeros ejemplos contundentes en el arte dominicano contemporáneo en el tránsito de narrar a intelectualizar, a conceptualizar por parte de los creadores. La trascendencia de este tipo de trabajo reside fundamentalmente en que plantea la problemática sin necesidad de recurrir a la narrativa literal declarante, e irrevocablemente plasmar la conflictiva e irresoluble naturaleza de la temática de la violencia, la marginalidad, la migración, el abuso contra las mujeres y niños y muchos otros temas que se reproducen en las creaciones de los artistas.

Obras determinantes, como la mostrada por Jorge Pineda en 2002 en el Museo de Arte Moderno y titulada Jardín interior, sirven de arquetipo para hablar de esa transición. Esta obra ejemplifica la trascendencia e implicaciones del traslado de sentido en el arte contemporáneo dominicano. El uso de una imagen esperanzadora emblemática –la pila bautismal del patricio dominicano por excelencia–, llena de cemento de contacto –material que usan los palomos o niños de la calle para endrogarse– y sobre este material fresco y de profundo vaho, la proyección de una flor que se disuelve en un efecto que remeda el drenaje de un inodoro descargándose era altamente poderosa… a la vez que sublime. Jardín interior nos cuestionaba también sobre la representación, el arte o producción de sentido y cuál es el alcance de este y cómo puede transmitir o representar una idea determinada. Esta obra no es tanto sobre la imagen religiosa que implica la pila bautismal, o la nacionalista que entraña que sea la pila bautismal de Juan Pablo Duarte, como acerca de la frustración y el maniatado sueño dominicano.

La presencia del performance, las instalaciones y el videoarte en las bienales y concursos nacionales se hace cada vez más contundente. Gracias a las aperturas de estos espacios pudimos ver Un día en la vida de Julie Ozama, de Alette Simmons Jiménez, El Chupachup, de Johnny Bonnelly, y las numerosas irrupciones performáticas de Yih-Yoh Robles.
Más adelante, y vale decir que con plena conciencia del medio –entendido como lenguaje y contexto a la vez–, y de cierta manera como movimientos de resistencia ante la normalización a que se había sometido la producción artística, y de respuesta a un cambiante panorama donde cada día se difuminaban más las fronteras de lo artístico y lo social, y estimulados por temarios referentes a las identidades, las nociones de pertenencia, arraigo y desarraigo, herencia cultural y otros elementos en la palestra de manera prominente en esos momentos, artistas como Mónica Ferreras, Quisqueya
Henríquez, Miguel Ramírez y otros, desarrollan cuerpos de trabajo esenciales para el análisis de la “historia” del arte contemporáneo en nuestro país.

Es imposible, entonces, evaluar el impacto de estas “nuevas” formas de producir sentido –la instalación, el performance y el videoarte– sin analizar igualmente las direcciones ideológicas –o conceptuales– de la sociedad que las enmarca y de las que son respuestas. Este es un tema complejo y que involucra las temporalidades y materialidades tan específicas de los medios que, por la misma razón, han sido pobremente explorados. Valeria Graziano lo expuso claramente cuando argumentó que el arte viene siempre “informado por la realidad y los hechos, pero la manera en que deviene en un ‘informador’ de la sociedad a menudo se deja prudentemente de lado”.

En años recientes hemos ido asistiendo a la emergencia de nuevas maneras de “hacer” arte al margen de las visiones tradicionales e instituidas. Hemos observado cómo se ha ido creando una red de resistencias críticas y creativas basadas en la apuesta por la diversidad identitaria y cultural, la crítica institucional y las políticas de género, que le han dado un aspecto diferenciado, plural y multidisciplinario a lo que hasta este momento eran consideradas como las propuestas del arte contemporáneo. Estas propuestas han ido incorporando, poco a poco, todo un conjunto de espacios y tiempos existenciales, vivencias marginales o muy íntimas que se constituyen en claves de la existencia dominicana actual.

Se puede considerar que hay una abismal diferencia en el manejo y uso del instrumental que ofreció el arte en contextos anteriores y los que otorga la contemporaneidad. Planteé una vez, refiriéndome al campo de la producción de sentido en nuestro país en los últimos años, que nos encontrábamos en un momento transicional en el desplazamiento o migración de los significados. Hablaba de que las temáticas habían mutado; de que las simbologías habían migrado hacia un contexto diferente; de que se habían intercambiado los papeles y que lo que antes significaba algo, puede que ahora haya desaparecido como eje temático o planteamiento, o simplemente haya adquirido otra connotación. Creo que pudiéramos decir lo mismo de los medios e instrumentales de trabajo creativo.

Eso nos conduce a tres elementos fundamentales en la producción de sentido referida a la instalación, el performance y el videoarte en la actualidad dominicana. Una, la vocación, entendida como la disposición o aptitud para enfrentar estos lenguajes artísticos; otra, los componentes o elementos integrantes de los discursos artísticos; y finalmente, las actitudes comprendidas como las tácticas de acercamiento a los temarios que enriquecen dichas prácticas artísticas. Mi énfasis, por lo tanto, en este acercamiento sobre la producción artística reciente no será histórico o arqueológico, sino principalmente diagnóstico.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Sara Hermann, Historiadora e Investigadora de Arte
Asesora del Centro León