Luego del nacimiento del Licey como club de béisbol en la capital de la nación, el acontecimiento de mayor trascendencia para el desarrollo del juego fue la inauguración del Gimnasio Escolar en 1911, una construcción deportiva que se convirtió en albergue del deporte en Santo Domingo.

Con ella también nació el equipo Gimnasio Escolar, comandado por Luis E. (Lulú) Pérez. Antes de surgir esta instalación, los juegos de béisbol se efectuaban en un terreno de la Plaza Colombina y en el llamado Patio de los Báez, en el mismo centro de la ciudad.

Para ese período el atleta más talentoso que practicaba béisbol en el país era el lanzador derecho Enrique Hernández, conocido por el mote de Indio Bravo. Según lo consignado por los cronistas de esos tiempos, poseía unas condiciones extraordinarias en su brazo derecho. A él se le atribuye haber sido el primer dominicano en lanzar un primer partido sin hits ni carreras en la historia, cuando el 20 de septiembre de 1914 se efectuó un juego entre una selección de nativos contra un equipo formado por los marinos del acorazado norteamericano Washington. En la ocasión, Hernández ponchó a 21 rivales y solo se le embasó un corredor por error. Utilizando el método moderno para medir el dominio de un lanzador en un partido, la puntuación alcanzada por Indio Bravo se elevaría a 114. Para que se tenga idea de la dimensión de esa cifra, la más alta conseguida en las Ligas Mayores pertenece a Kerry Wood, de los Cachorros de Chicago en 1998, cuando blanqueó a los Astros, aceptó un hit, ponchó a veinte y no otorgó bases por bolas, para alcanzar 104 puntos según el mencionado método. Tal comparación, por supuesto, solo tiene una finalidad ilustrativa y debe guardar las debidas distancias de época y liga.

A pesar del dinamismo que generaba, los primeros años del siglo fueron de una lenta formación de conciencia en la sociedad sobre el béisbol. El mismo atraso social provocaba lo rudimentario de las técnicas que entonces se aplicaban y no fue hasta 1916 que por primera vez un equipo extranjero realizó un intercambio con uno local. Ese equipo vino de Ponce, Puerto Rico, entonces colonia norteamericana. Jugó contra un escogido de jugadores dominicanos de Santo Domingo y en su alineación estuvo incluido un campo corto llamado Pedro Miguel Caratini, que luego retornaría al país en 1919, como tenedor de libros del Ministerio de Obras Públicas del Gobierno de Ocupación. A la salida de las tropas interventoras, Caratini se quedó en el país y desarrolló una extraordinaria labor como atleta y propulsor del deporte, a tal extremo, que es uno de los pocos peloteros nacidos fuera del territorio nacional que ha sido exaltado al Pabellón de la Fama del Deporte Dominicano. Caratini se convirtió en alma del Licey como defensor del campo corto y manager.

En la etapa que cubre desde la primera vez que se jugó béisbol en el territorio nacional, en 1886, hasta 1951 se anduvo una trayectoria marcada por luces y sombras, donde se amalgamaban la pasión, la desorganización y la epopeya, fruto más que nada de la ignorancia imperante en un país que aún estaba amarrado a la oscuridad y la pobreza. Los estadios en que se jugaba eran muy rudimentarios. Una muestra de esto la tenemos en un partido celebrado en 1921, cuando un sencillo disparado por José Sabino se convirtió en jonrón debido a que los jardineros no pudieron encontrar la pelota, pues esta se perdió entre la alta grama que cubría los jardines externos del Gimnasio Escolar. Los juegos de los torneos se efectuaban con extensos intervalos entre sí, lo que permitía a los jugadores largos descansos. Por eso es absurdo tratar de comparar a los atletas de esa época con los que surgieron luego, los cuales recibieron otro tipo de entrenamiento y también mayores exigencias. Debido a la marcada incomunicación vial existente, la capital era el centro de mayor auge económico, lo que provocaba que los atletas desarrollados en el interior emigraran a Santo Domingo buscando mejores oportunidades. Tal fue el caso del maravilloso lanzador Pedro Alejandro San, oriundo de Montecristi.

Tomado del libro ¡Nos vemos en el play! Béisbol y Cultura en la República dominicana, del ensayista Tony Piña