La República Dominicana cerró la primera década del siglo xxi con 10,553,744 habitantes, una densidad poblacional de 150 habitantes por kilómetro; un porcentaje de analfabetismo de un 25.8, y un 20.4% de desempleo que en realidad fuera 35% si contáramos al sector informal de la economía, que se divide en buhoneros y vendedores ambulantes, cuyos ingresos y ocupaciones son en definición lo más cercano al desempleo.

 

Hay varios eventos que ayudan a definir un contexto muy propicio para el desarrollo de movimientos fotográficos en la República Dominicana, donde la fotografía precede a todas las otras bellas artes en su institucionalización y en la definición de sus circuitos. En 1851 A. Hartmann hace lo que hoy consideramos que es la primera fotografía realizada en el país. En ese momento comienzan a proliferar los estudios fotográficos, los talleres, y espacios donde la fotografía con fines utilitarios y funcionales gana terreno. Las Escuelas de Bellas Artes como parte del sistema institucional de las artes solo comienzan a funcionar en 1942, cuando la fotografía documental, antropológica y artística ya tenía un territorio definido en el escenario de las artes nacionales.

Una noche de noviembre de 1900 se exhibieron en el local de la Sociedad Republicana de Puerto Plata once películas de la casa Lumiére, de Lyon, Francia. Empezaba así la historia del cine en la República Dominicana. Al imaginario estético, persuadido por corrientes fotográficas románticas, nacionalistas y academicistas –estrechamente vinculadas a los hechos históricos que acaecían en nuestro país– se suma la imagen en movimiento, una visión panorámica de la realidad.

La fotografía dominicana se origina como producto de una necesidad informativa y documental. Desde su aparición ha transitado por temas tan diversos como el retrato, el paisaje y el entorno arquitectónico, hasta la fotografía publicitaria y la fotografía de eventos sociales, al igual que pasa también por ciertas manipulaciones esteticistas y se acerca a ciertos tópicos científicos. La fotografía ha jugado un papel muy importante en la historia dominicana. Fue esta la que ayudó a definir el imaginario de lo que conocemos hoy como dominicano y contribuyó definitivamente a configurar la identidad del dominicano post-dictadura.

Con el video y su inserción en el medio artístico nacional pasa algo semejante a lo que sucede con la instalación en relación a sus flujos de visibilidad y ausencia de los escenarios artísticos. Épocas de mayor auge, otras de casi desaparición, nos muestran que hemos experimentado diferencialmente su aparición. Es decir, el propio proceso de asunción del fenómeno video y el videoarte, por parte de los creadores, el espectador, las instituciones y todo el sistema vinculado a él se encuentra en la actualidad en una fase de afianzamiento, después de haberse mantenido en una muy delicada etapa de indeterminación. Indefinición que fue ciertamente ventajosa, ya que permitió un crecimiento casi ilimitado a partir de estos espacios de incertidumbre.

Un detenido análisis de la obra de un selecto grupo de creadores me lleva a concluir que, aunque se basen en una narratividad determinada, se oponen en la práctica a la secuencia lineal de la narrativa y se enfocan en relaciones sugerentes que abren un espectro más amplio de significados para el espectador. Para ilustrar esta idea, me remito al video Directrices, de Mónica Ferreras, donde coexisten paralelamente, a manera de un intrincado palimpsesto, una serie de pasos para elaborar un laberinto. Cada uno de los participantes y su protagonista, siguiendo las perfectamente articuladas instrucciones de una locutora, va construyendo el entramado meandro de una existencia simbólica. Esta idea se presenta en pequeñas pantallas que se ubican dentro de la grande que lo proyecta, haciendo obvia referencia al manual de instrucciones de cómo vernos, con quien relacionarnos, por quién votar, a quien odiar o amar, que nos dictan desde la pantalla o la hoja impresa.

Relaciones sugerentes que están más vinculadas a los procesos de simbolización y mitificación de la existencia contemporánea que al seguimiento rectilíneo de una determinada historia o historias. Elementos como expresiones de la conciencia colectiva, micro-políticas, avatares cotidianos se establecen como ingredientes constituyentes del discurso artístico vinculado al video de la contemporaneidad. Cuando hablo de mitificación, no me refiero al manoseado tema de los mitos y los símbolos, lo real maravilloso y el reino de este mundo. Creo más bien que toda producción de sentido –en este caso de video– participa de un inconsciente político, y que en toda concreción cultural con cierto grado de complejidad simbólica se dan de una u otra manera procesos simbolizadores, como señala Frederic Jameson, reformulando en términos freudianos la teoría marxista de la ideología.

Las obras de Miguelina Rivera, Maritza Álvarez, Odette Goyco, Quisqueya Henríquez y Raquel Paiewonsky son una muestra de los amplísimos referentes en este orden.
Rivera, quien evalúa los roles tradicionalmente asignados a las mujeres en la sociedad dominicana, valora también la complejidad de las identidades y su posible visualización a partir de marcas e imágenes establecidas como muestras de identidad. Su obra Cédula de identidad (2003) es un ejemplo de la dirección de sus preocupaciones como artista. Construye a partir de fragmentos de alambre de púas una huella dactilar que inserta en eslabones o ladrillos de jabón. Este jabón no es cualquier producto limpiador; se trata de jabón de cuaba, un usual instrumento de limpieza y lavado en las casas dominicanas. Nos plantea a la vez cuestiones relacionadas con la profilaxis como sinónimo de pureza, la omnipresencia y constante referencia a las faenas domésticas como rol de la mujer. A la vez, al embeber la señal dactilar fragmentada en estas pastillas que se construyen como rompecabezas, nos hace referencia a una más amplia noción de identidad fragmentada.

Esta última obra se vincula, en el sentido de la localización de algo semejante a la identidad, a la pieza Helado de agua de mar Caribe, de Quisqueya Henríquez, un registro fotográfico de un helado realizado por la artista con el ingrediente principal del agua de mar. Los antagonismos y antonimias de nuestra condición de isleños, pero a la vez residentes desorientados en una isla dividida cual continente, el peso de ser caribeños con “la maldita circunstancia de agua por todas partes”, y tener como pesado equipaje las nociones que se sostienen sobre nosotros –más presentes que las que tenemos de nosotros mismos–, son más que evidentes en este helado realizado de algo cálido, dinámico y salado, como es el mar Caribe.

De la memoria también nos relata Maritza Álvarez en Recuerdo de infancia: Desde la casa ella puede ver el jardín. Esta obra, que conjuga el dibujo con el collage, es un acercamiento muy íntimo a los procesos de construcción de la memoria que se producen a partir de las imágenes y en los procesos de crecimiento. Recuerdo de infancia… es una interesante metáfora relacionada con estas estrategias del recuerdo y la estructuración de la remembranza en la adultez.

Raúl Recio, el colectivo Shampoo y Raquel Paiewonsky nos indican otras vías de acceso hacia la identidad y la conformación de una idea variada y múltiple sobre lo que somos. Recio, en su dibujo Ella, evalúa los elementos estereotípicos que configuran la idea del dominicano contemporáneo. La migración, la corrupción, los nuevos estándares de vida consecuencia de esta ampliación de las fronteras son plasmados de manera sarcástica por el autor. El personaje central, Ella, se encuentra rodeada de los símbolos de estatus de una sociedad actual corrompida y confundida. Las armas, la droga, los vicios y placeres de la carne se conjugan con una risiblemente graciosa imagen, casi de historieta, que representa las aspiraciones del dominicano hoy. Asimismo, el colectivo Shampoo “atrapa” en un ámbar gigante una motocicleta Yamaha 70, considerada por sus integrantes como el mosquito contemporáneo. Dos elementos interesantes salen a relucir en esta masiva pieza; primero, cuánto de mito y leyenda hemos construido alrededor del ámbar como contenedor de un pasado ignoto; y segundo, la posibilidad de construcción de historias reales a partir de ficciones mantenidas y difundidas por mucho tiempo. La posibilidad de crear un objeto arqueológico como justificación de una historia incomprensible es la tarea a que se abocaron estos creadores, teniendo como resultado una pieza critica, reflexiva y con un alto contenido de humor.

La obra Sin título (2004), de Raquel Paiewonsky, habla de otro tipo de estereotipos y clasificaciones. Esta obra, que suma lo performático con lo escultórico y la fotografía, apunta a las ideas que tenemos de nosotros como conglomerado étnico y cultural. Los personajes fotografiados son cubiertos con una media de nylon y puntos de banditas, uniformando así su tono de piel y caracteres físicos particulares. La artista plantea que esta sucesión de imágenes refiere a las diferenciaciones sociales y raciales que existen en nuestra sociedad y a las normas no escritas para definir y diferenciar a las personas. Uno de los temas fundamentales donde coinciden los estudios de los indicadores sociales y el arte contemporáneo es en el de los acercamientos a las condiciones de vida actual, a los procesos de marginalización y depauperación de las urbes y comunidades dominicanas. José Sejo y Ernesto Rodríguez evalúan desde la perspectiva y técnica de cada uno la miseria y el hacinamiento de la vida contemporánea. Como sardinas en lata (1998), de Sejo, explora visualmente el hacinamiento y las condiciones precarias de vida en la contemporaneidad urbana. Asimismo lo hace, desde el lenguaje de la cerámica, Ernesto Rodríguez en su obra Mantenga fuera del alcance de los niños. Su personal estilo de trabajar esta manifestación combina la imaginería de los objetos y elementos cotidianos con un gran humor. En esta escultura reproduce una vivienda de dos altos pisos, ventanas, habitaciones en diversos tamaños y techo de hojalata a dos aguas. Abiertas, las habitaciones permiten ser apreciadas indistintamente en los cuatro lados que conforman el hábitat. En ellas aparecen diferenciados objetos: jarra, escalera, avión, tarros, instrumentos musicales, botellas, imágenes religiosas, animales e inscripciones, entre otros. Ernesto nos permite, a través de esa proliferación de objetos, el cromatismo y la ironía, reflexionar sobre las condiciones de vida a que obliga la pobreza.

Sobre estos niveles extremos de existencia paupérrima también habla Tony Capellán en su obra Vidas del Tercer Mundo. En esta, el artista explora a través de los objetos encontrados un doble nivel de situaciones extremas, el de las personas y el del medioambiente. La instalación es un lenguaje que adopta y representa Capellán desde los noventa. Con la recuperación de chancletas en las márgenes del río Ozama y la incorporación del alambre de púas nos comenta sobre el martirologio en la vida tercermundista contemporánea.

La migración y el viaje son también referentes usuales en la producción contemporánea de la República Dominicana. Este fenómeno es abordado desde sus múltiples aristas, partiendo de las que pertenecen a las vicisitudes del viaje, hasta llegar a las condiciones en que se produce y que genera dicha migración. Genaro Reyes (Cayuco), en su pieza escultórica de 1998 Indocumentados, reproduce a partir de piezas de desecho recicladas una embarcación con viajeros que se asume viajan a Puerto Rico. Al drama contenido en la historia de los miles de dominicanos que pierden su vida viajando ilegalmente, se suma la precariedad de los materiales. Estas piezas de mecánica automotriz muestran el dramático engranaje de la migración ilegal.

Interesantes también son las obras que se acercan a la otra migración, la que se produce desde Haití a la República Dominicana. Jorge Pineda en Bozales para cruzar la frontera (2002) propone un conjunto de doce dibujos que tienen como elementos recurrentes las figuras de perros de diversas razas y los bozales, transformados mediante el dibujo en líneas limitantes y confinantes. Es menester mencionar que, más allá de la propia intención del autor, vemos un vínculo interesante entre el dibujo y su elemento fundamental, la línea, nombre con el cual también se denomina la frontera entre la República Dominicana y Haití. Esta serie de dibujos aluden a la tragedia del tráfico de personas, a los maltratos de que son objeto los que se aventuran a cruzar estos linderos y el amordazamiento y silencio en torno a esta deplorable realidad.

Asimismo, Fausto Ortiz alude en Ciudad de sombras a los procesos de invisibilidad social en que se sitúan los migrantes haitianos dentro de la sociedad dominicana una vez que cruzan la frontera. La secuencia fotográfica, que recoge el transitar de una sombra por las calles dominicanas, es una referencia a esta situación de imperceptibilidad que adquieren forzosamente estos ciudadanos al migrar de manera ilegal y encontrarse desprovistos de regulaciones o al menos medidas que los amparen.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Sara Hermann, Historiadora e Investigadora de Arte
Asesora del Centro León