Los artistas expusieron esencialmente durante las bienales regionales antes de hacerlo colectivamente. 

Estas han desempeñado un papel decisivo, aunque más por la confrontación que por el acercamiento personal de los artistas del Caribe. Una de las más antiguas es la del grabado, celebrada en San Juan, Puerto Rico, en los años setenta.

Desde el siglo xvi, los mapamundis, los mapas insulares y la narración gráfica de ataques de potencias extranjeras o de corsarios se manifestaron a través del grabado. La villa de San Juan de Puerto Rico fue objeto de interés para el holandés Schenk y La Habana lo fue para múltiples grabadores, entre ellos los franceses Dominique Serres (1762), Miahle, Laplante o Garneray en el siglo xix. Los planos de La Española que mejoró Petrus Bertius (Descriptio Hispaniola, iluminado en 1604), o el de Santo Domingo de Baptista Boezio (1598), son equivalentes en colores, más tardíos, e indican “el Mar del Norte” (sic), como el del Dr. Tomás López (1785). Estos planos han alimentado el imaginario de los pueblos y de los artistas durante siglos.

En consecuencia, el grabado se ha perennizado en esta región insular, a través de una producción destinada a las clases populares. Ha pasado por diversos etapas: de una estética idealizada, a un expresionismo fuerte; por lo tanto, no es de ninguna manera sorprendente reencontrar esta práctica como parte de las manifestaciones artísticas en las bienales, y en particular en la Bienal del Grabado Latinoamericano y del Caribe, llamada posteriormente Trienal Poli/Gráfica de San Juan (Latinoamérica y el Caribe). Sin pretensiones de exhaustividad, evocaremos la XII edición, de 1998, por su amplia representación dominicana, compuesta por José Castillo, Pascal Meccariello, Rhadamés
Mejía, Belkis Ramírez, Raúl Recio, Rosa Tavárez, Luz Severino y Julio Valdés; al lado de Annalee Davis, Jocelyn Gardner y Stanley Greaves (Barbados); Edgar León (Costa Rica); Belkis Ayón y Eduardo Roca (Cuba); Pascale Monnin (Haití); Carlos Castillo y Yadira Díaz (Nicaragua); Marta Pérez García, Ada Rosa Rivera y Juan Sánchez
(Puerto Rico); Jorge Martínez (Venezuela).

Por otra parte, parentescos conceptuales se establecen entre Al derecho y al revés, de Belkis Ramírez, en referencia a la foto de la sospechosa en la comisaría, y Marty red woman in metamorphosis, de Jocelyn Gardner; al tiempo que existe una cercanía en cuanto a la práctica entre Ramírez y Belkis Ayón. Herederas del legado de Lam, que preconizaba el arte como acto de descolonización, las dos Belkis revolucionaron la gráfica de los años ochenta, realizando rupturas en todos los órdenes –lingüísticas, pero igualmente conceptuales–, mientras llevaban a cabo una reflexión sobre la mujer y los tabúes que se vinculan con ellas. Así, ambas han emprendido una subversión del soporte, haciendo caer las fronteras entre los géneros, las funciones visuales y las generaciones. La dominicana, como el cubano Abel Barroso, desencadena una ruptura y una subversión de la identidad propia del grabado y de sus roles, en particular el de matriz/impresión: en lugar de fijar la impresión sobre papel a la pared, es la matriz, la madera, la que aparece como obra auténtica. Sus retratos de mujeres llevan, por tanto, directamente en ellos el bisturí y la herida.

Además, un acontecimiento multicultural se desarrolló después de la creación de la Comunidad del Caribe, en 1973: Carifesta no es una bienal especializada en las artes visuales, sino un festival. Ese Festival de Artes del Caribe nació de una voluntad política de vincular a 30 países del Caribe y de América Latina mediante la presentación a la vez de arte, literatura, folclore, danza, teatro, así como coloquios en torno a temáticas específicas.3 El mismo se desarrolló en varios países: Carifesta I, en Guyana(1972); Carifesta II, en Jamaica (1976); Carifesta III, en Cuba (1979); Carifesta IV, en Barbados (1981); Carifesta V, en Trinidad y Tobago (1992); Carifesta VI, de nuevo en Trinidad y Tobago (1995); Carifesta VII, en Saint Kitts y Nevis (2000); Carifesta VIII, en Suriname (2003); Carifesta IX, en Trinidad y Tobago (2006); Carifesta X, en Guyana (2008); Carifesta XI, en Suriname (2013); Carifesta XII debería tener lugar en 2015 en Haití. Este evento tiene como objetivo reafirmar la fuerza de las artes en la construcción de la sociedad y sobre todo “profundizar la conciencia y el conocimiento entre los pueblos de la región caribeña de las aspiraciones culturales de sus vecinos, exponiéndolos a la cultura de uno y otro a través de la actividad creadora”, así como “favorecer al máximo la participación popular en la cultura y las artes de la región”. Todos se acordaron en poner de realce la Bienal de La Habana cuyo desarrollo ha sido relevante, a pesar de los inconvenientes a los que tuvo que hacer frente, como todos los eventos de la región. Después de la muerte de Wifredo Lam en 1982, se proyectó crear el Centro Lam en homenaje al artista cubano. La influencia de este artista se hizo patente en la primera Bienal de La Habana, donde las conferencias subrayaron la confluencia de la conciencia identitaria, el compromiso y el lenguaje de vanguardia en Lam. Ese certamen deseaba abrirse a los plásticos del Caribe y de América Latina, así como reivindicar una vocación tercermundista que, por diversas razones, debió esperar a las convocatorias siguientes.

Aquella primera edición de 1984 tenía como tarea reunir a los artistas de la región, desafío apreciable en sí mismo, ya que desde hacía varios decenios Cuba vivía en un aislamiento diplomático frente al mundo occidental y a los países de la región –exceptuando a México–, luego de que la isla fuera expulsada de la OEA. Por tanto, acercar la crítica regional e internacional y llegar a un amplio público, constituían sus dos objetivos fundamentales. A pesar de las dificultades de comunicación, una gran cantidad de plásticos respondieron al llamado. Esto generó un desbordamiento de envíos que debían repartirse entre dos instituciones: el Pabellón Cuba, en La Rampa, encargado de acoger la pintura; y el Museo de Bellas Artes, reservado al dibujo. El primero no siguió criterios museográficos, lo que hubiera podido tener efectos perversos: Si, por una parte, no se basó en una coherencia discursiva, por otra permitió a los artistas mezclarse. El segundo, más convencional, repartió las obras por país, aunque presentando niveles muy desiguales.

Esta primera Bienal hizo coincidir a los grandes maestros del siglo xx: Samuel Feijóo, René Portocarrero, Mariano Rodríguez, Raúl Martínez, Fayad Jamis, Raúl Corrales y Korda (Cuba); Silvano Lora (República Dominicana); Rufino Tamayo (México); Omar Rayo y Alejandro Obregón (Colombia); Alejandro Aróstegui (Nicaragua); Alirio Palacios (Venezuela); Antonio Martorell y Lorenzo Homar (Puerto Rico). Por otra parte, permitió ofrecer una plaza privilegiada a las creadoras, tanto las dominicanas Soucy de Pellerano y Elsa Núñez, como la puertorriqueña Myrna Báez. Las telas de estas dialogaron al sondear el alma de las mujeres. Núñez, en un estilo a veces expresionista, a veces romántico; Báez, a medio camino entre el romanticismo de las transparencias y el realismo, las dos compartiendo la poesía.

Entre las más jóvenes generaciones, esencialmente de los años setenta y ochenta, citemos a los dominicanos Johnny Bonnelly, José García Cordero, Vicente Pimentel; al lado de los colombianos Álvaro Barrios, Olivia Miranda y Ángel Loockartt; los cubanos Gustavo Acosta, Roberto Fabelo, José Bedia, Umberto Castro, Choco, Juan Francisco Elso Padilla, Ana Mendieta, Manuel Mendive, Pedro Oliva, Antonio Eligio Fernández (Tonel) y Rubén Torres Llorca. Igualmente, el mexicano García Ponce, el venezolano Carlos Zerpa, así como Marc Latamie, de Martinica. Este evento constituyó una ocasión destacada para la muestra de un excelente encuentro de tendencias, edades y horizontes diversos. Por primera vez los artistas participantes podían tener una visión insólita, en efecto, del arte que se practicaba fuera de los grandes centros occidentales y de la Bienal de Venecia.

Además, el jurado subrayó que había hecho “un balance de la creación artística latinoamericana, considerando que es pluralista, multifacética, que emerge de su pasado, que se inscribe en lo real social y que contribuye con sus aportes creativos a las artes plásticas en el ámbito internacional”.5 Como lo subrayó Llilian Llanes, esta primera versión “significó la consagración del arte más reciente”.6 Tales criterios no podían más que confortar a los creadores dominicanos en su identidad múltiple, en su necesidad de fijar y –en consecuencia– de aceptar al otro como un doble, al mismo tiempo que como alguien distinto.

La II Bienal de La Habana (1986) puso en pie su proyecto inicial de invitar a los países del Tercer Mundo con los cuales la isla había tenido relaciones desde los años sesenta. En efecto, en la Conferencia Tricontinental de 1966, Asia, África y América Latina se habían levantado contra el colonialismo y el imperialismo, y su papel en el seno del Movimiento de No Alineados tuvo una gran amplitud en la cumbre en Alger y después, en 1978, con la Declaración de La Habana. El objetivo de la Bienal consistía en legitimar esta producción visual, desconocida en los grandes centros, y darla a conocer a nivel internacional. Además, se buscaba favorecer su acceso a nuevos artistas, fomentar el diálogo y fomentar la participación de un amplio público.

Esta edición da lugar a un nuevo encuentro entre Silvano Lora, Álvaro Barrios, Myrna Báez, Antonio Martorell, Angel Loockartt, Carlos Zerpa, García Ponce, José Bedia, Consuelo Castañeda, Umberto Castro, Juan Francisco Elso Padilla, Roberto Fabelo, Manuel Mendive, Flavio Garciandía, Tonel, Rubén Torres Llorca, entre otros. En esta ocasión, Alberto Bass, Polibio Díaz y Ramón Oviedo se codean con Guillermo Trujillo (Panamá); Pedro Arrieta (Costa Rica); David Boxer (Jamaica); Victor Anicet, Ernest Breleur y Henri Guédon (Martinica); Marta Pérez, Arnaldo Roche y Marcos Irizarry (Puerto Rico); Sandú Darié, José Manuel Fors, Cosme Proenza y Alfredo Sosabravo (Cuba).

Se imponen algunas observaciones acerca del cónclave. De una parte, la fuerte delegación de América Latina dio lugar a la Conferencia Internacional sobre el Arte del Caribe, que giró en torno a los temas: “África dentro de la plástica caribeña”; “Situación general de la plástica caribeña, problemas, perspectivas y posibilidades”; “Arte e identidad enAmérica Latina”; “Reafirmación caribeña y sus requerimientos estéticos y artísticos”;“Proceso histórico-artístico en el Caribe”; “Continuidad y renovación de las tradiciones vernáculas en el ambiente caribeño contemporáneo”.

Además, la presencia de artistas e intelectuales provenientes de los otros dos continentes permitió a los artistas plásticos del Caribe entrar en contacto con nuevas formas emergentes vinculadas a sus raíces, africanas en particular. Así, Manuel Mendive, con su obra interdisciplinaria La vida, tuvo en el evento mucha visibilidad. Además, Guillermo Trujillo se hizo eco de creencias ancestrales indígenas, pregonando así el reconocimiento de las culturas de las minorías étnicas, algo que el comité del evento quería subrayar. Por otra parte, los plásticos insulares demostraron su compromiso social e ideológico, al tiempo que rechazaban cualquier dosis de realismo socialista. citemos, por ejemplo, a Juan Francisco Elso Padilla y su instalación Por América. La Bienal tuvo a bien invitar a Hervé Telemaque, haitiano reconocido en la escena internacional, como un homenaje a todo el Caribe, a pesar de su reticencia a considerar su trabajo como “caribeño”. Sin embargo, el trabajo de Alberto Bass se conectaba con el del artista haitiano, sin dudas gracias a los códigos pop utilizados en sus referencias a las sociedades de esta parte de América.

Un bemol. Las instituciones de la República Dominicana no respondieron a los encuentros propuestos por los directores de museo, sin duda porque la Galería de Arte Moderno todavía no se había convertido en museo. Al contrario de Gloria Zea, del Museo de Arte Moderno de Bogotá (MamBO), y de María Elena Herrero, del Museo de Bellas Artes de Caracas, lo que dio lugar a que Venezuela tuviera una fuerte representación de creadores. Habrá que esperar a la V Bienal para que Porfirio Herrera, director del Museo de Arte Moderno de Santo Domingo –inaugurado en 1976 y nombrado como Museo en 1992– y responsable de la Bienal del Caribe, preste su apoyo a artistas de su isla para participar en la Bienal de La Habana.

Aunque algunos encuentros se repiten durante la Bienal (1989), como el de Olivia Miranda, Carlos Zerpa, José Bedia, José Manuel Fors, Flavio Garciandía, Manuel Mendive y Tonel, podemos lamentar que ese no sea el caso para la República Dominicana. Uno solo de sus artistas llama la atención: Thimo Pimentel, quien tiene la ocasión de exponer su obra al lado de Enrique Grau (Colombia); Patricia Belli y Raúl Quintanilla (Nicaragua); Francisco Cabral (Trinidad y Tobago); Roberto Lizano (Costa Rica); Sandra Ceballos, Roberto Diago, Glexis Novoa, Martha María Pérez, Ciro Quintana y Santiago Rodríguez Olazábal (Cuba). La ayuda de Manuel Espinosa permitió una visión más amplia del arte en Venezuela; la presencia de Nicaragua dio como resultado el descubrimiento de Patricia Belli, mientras que las gestiones de Gerardo Mosquera en África desembocaban en la caligrafía árabe y los juguetes en alambre. En la medida en que este evento cuestionaba “Tradición y contemporaneidad en el arte del Tercer Mundo”, relacionaba tradiciones, ritos, cultura popular, e incluía expresiones vinculadas con las prácticas artesanales asociadas a propuestas conceptuales.

La participación de Tony Capellán, Marcos Lora Read, Raúl Recio y Radhamés Mejía en la IV Bienal de 1991 no pasa inadvertida, entre Milton Becerra (Venezuela); María
Fernanda Cardoso (Colombia); Helenon, Louis Laouchez (Martinica); Belkis Ayón, Humberto Castro, Kcho e Ibrahim Miranda (Cuba). Se trataba de discernir sobre las consecuencias de la colonización, justo en el momento en que se preparaba la celebración del quinto centenario del descubrimiento de América. Capellán realizó una instalación sobre el racismo, adoptando un punto de vista particular, el de la creatividad de los negros, a través de siluetas de danzantes y de objetos rituales, mientras que Marcos Lora Read expuso la obra que lo dio a conocer y que sería solicitada después para exposiciones mayores: Cinco car-rosas para la historia. En cuanto a la obra de Radhamés Mejía, por su aspecto ritual y misterioso, dialogaba con la de Belkis Ayón y la de Mendive.

La V Bienal (1994) proponía una temática más vasta: “Arte, sociedad y reflexión”. Se dividió en secciones, abriendo así diversas perspectivas a los plásticos de la región:
“Espacios fragmentados”; “Arte, poder y marginalidad”, donde participaron Ras Akyem, Ras Ishi y Stanley Burnside (Barbados), Robert Cookhorne (Jamaica), Tonel (Cuba), Anaida Hernández y Víctor Vázquez (Puerto Rico); “Arte e individuo en la periferia de la postmodernidad”, que exponía a Carlos René Aguilera, Los Carpinteros y Abel Barroso (Cuba), Thierry Alet (Guadalupe), Albert Chong (Jamaica), Elba Damast (Venezuela), Annalee Davis (Barbados); por su parte, los dominicanos Oscar Imbert, Martín López, Rhadamés Mejía y Fernando Varela entraban en “Entornos y circunstancias”, en compañía de Alonso Cuevas, Mariano Hernández, Milton Becerra y Víctor Hugo Irazábal (Venezuela), María Fernanda Cardoso y José Alejandro Restrepo (Colombia), Carlos Garaicoa, Esterio Segura, Tonel, Osvaldo Yero, Pedro Álvarez y Eduardo Rubén García (Cuba), Ernest Breleur (Martinica), Alida Martínez (Aruba). Marcos Lora Read y Raúl Recio entraban en un eje particularmente portador, “La otra orilla”, que reagrupaba entre otros a Juan Sánchez (Estados Unidos), Tania Bruguera, Alexis Leyva (Kcho), Sandra Ramos y Manuel Piña (Cuba), Antonio Martorell (Puerto Rico), Yubi Kirindongo (Curazao), Elvis López (Aruba). Es de notar que Raúl Recio se encuentra en el origen de este conjunto, después de haber sugerido a Llilian Llanes el tema de la emigración dominicana “y las diferentes formas que estaban utilizando sus compatriotas para llegar a los Estados Unidos”, como lo recuerda la comisaria cubana, quien escogió ampliar la problemática a los fenómenos migratorios del Tercer Mundo. Esta sección, presentada en el Castillo del Morro, acaparó la atención de todos, sublimada por su alto nivel de humanismo y la presencia de nuevos códigos lingüísticos, algo que recibió un énfasis especial porque algunas semanas más tarde se producía la ola de los balseros cubanos hacia Estados Unidos.

La VI edición de 1997 valoriza de nuevo a las mujeres artistas de República Dominicana Belkis Ramírez e Inés Tolentino; de Aruba, a Glenda Heyliger y Osaira Muyale; de Costa Rica, Priscila Monge; de Jamaica, Petrona Morrison; de Colombia, Delcy Morelos. Se pone en evidencia el largo proceso de búsquedas efectuado por las comisarias cubanas, que pretendían mostrar el arte de lugares difíciles de acceso o considerados como periféricos. “El individuo y la memoria”, tema escogido, da grano para moler a los intelectuales del Tercer Mundo, ya que se cuestionaba un eje que estaba latente desde 1984: las identidades, su manipulación y su uniformización por parte de las culturas dominantes en el proceso de mundialización.

Se invitó igualmente a Elvis López (Aruba); David Boxer y Marc Latamie (Martinica); Pepón Osorio y Víctor Vázquez (Puerto Rico); Eduardo Bárcenas y Alex Apóstol (Venezuela); Carlos Estévez, José Manuel Fors, Garaicoa, Kcho, Manuel Mendive y René Peña (Cuba).

Los dominicanos no gozaron de una representación especial durante la VII Bienal (2000), donde destacan Alida Martínez y Ciro Abad (Aruba); José Alejandro Restrepo (Colombia); Marisel Jiménez y Manuel Zumbado (Costa Rica); Abel Barroso, Carlos Estévez, Tonel y Los Carpinteros (Cuba); Barbara Prezeau (Haití); Albert Chong (Jamaica); Alex Burke (Martinica); Patricia Belli (Nicaragua); Allora & Calzadilla (Puerto Rico); Christopher Cozier y Peter Minshall (Trinidad y Tobago).

Fue necesario esperar a la VIII Bienal (2003) para constatar la fuerte presencia de los dominicanos Raquel Paiewonsky, Jorge Pineda y Darío Oleaga, junto a Yasser Musa (Belice); Yvan y Yoan Capote, Liset Castillo y Alain Pino (Cuba); Ernest Breleur (Martinica); Humberto Vélez (Panamá). También Polibio Díaz (La isla del tesoro) y Limber Vilorio estuvieron en la IX edición (2006), donde intervienen igualmente Caja Lúdica (Guatemala); Roberto Diago y Reynerio Tamayo (Cuba); Abigaíl Hadeed (Trinidad y Tobago), Jonathan Harker (Panamá); North Front Steet Project (Santiago Cal, Richard Holder y Yasser Musa) (Belice); Alejandro Ramírez (Costa Rica); Carlos Rojas (Venezuela).

Sin pretender ser exhaustivos ni repasar todas las Bienales añadimos que la X edición (2009) acoge a los dominicanos Fausto Ortiz, Elia Alba y Colectivo Shampoo (D’La
Mona Plaza); Steve Ouditt (Trinidad y Tobago); Pepón Osorio (Puerto Rico); Annalee Davis (Barbados); Alexander Arrechea, Abel Barroso, Yoan Capote, Glenda León, Douglas Pérez y Reynerio Tamayo (Cuba); Tirzo Martha (Curazao); Regina Galindo (Guatemala); Maxence Denis y Jean Ulrich Désert (Haití); Adán Valdecillo (Honduras);
Alex Burke (Martinica); Marcela Díaz (México); Raúl Quintanilla (Nicaragua); Donna Conlon y Jonathan Harker (Panamá).

Por supuesto, las ediciones se mantienen, y continúan reuniendo a los artistas que nos interesan, los de República Dominicana y del Gran Caribe, mostrando gran variedad de puntos de vista y de resoluciones plásticas sobre las problemáticas que todos comparten, no solamente durante esos eventos, sino también en su cotidianidad. Es de notar que esos eventos, centrados en torno a temáticas, permitieron a los artistas participantes confrontar su trabajo. Por eso hemos elegido mencionar un gran número de nombres de artistas del Caribe participantes en la Bienal de La Habana, pues la confrontación de sus obras revela enfoques comunes con los dominicanos.

Como hemos constatado al trazar las líneas generales de las participaciones en las Bienales de La Habana, los artistas plásticos del Caribe colombiano y mexicano fueron olvidados, excepto Marcela Díaz, en 2009. Ese no fue el caso de las Bienales de Pintura del Caribe y de América Central en República Dominicana, que invitó a Gilberto Guerrero Sánchez, para solo citar un ejemplo, en 1994. Es de subrayar que este último evento dominicano prolonga la VI Bienal de La Habana y coincide con la exposición en España de Exclusión, fragmentación y paraíso, Caribe insular en el Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo (junio-septiembre), y luego en la Casa de América de Madrid (septiembre-noviembre). Este es el momento en que las artes visuales del Caribe insular –incluyendo, claro está, a los artistas dominicanos– asoman verdaderamente en la escena internacional.

La Bienal de Pintura del Caribe y de Centroamérica en la República Dominicana, nacida en 1992, contribuyó ampliamente a la proyección de las artes insulares y de algunas franjas continentales de la región. Además, la misma respaldó a la de La Habana, como lo subraya Llilian Llanes: “La Bienal del Caribe, evento que resultó de gran apoyo al nuestro al reunir a los artistas de todas las islas del área”.

Las Bienales desencadenaron otros eventos: el Festival África Caribe Pacífico –ACP–, Cuya primera edición se desarrolló en el Museo de Arte Moderno de Santo Domingo en 2006, lo que permitió el cruce de miradas entre los artistas de África, el Caribe y el Pacífico. El mismo reveló que el arte de África, alimentado por sus raíces ancestrales, pero alejado de todo el folclore tradicional, lograba inscribirse en las prácticas contemporáneas y tecnológicas.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Michele Dalmace, Crítica e investigadora de arte.
Catedrática de la Universidad Michel de Montaigne, Burdeos