La Escuela de Bellas Artes de Santo Domingo fue creada en 1942, el mismo año en que surgieron las Bienales Nacionales de Artes Plásticas, las primeras de su tipo en el Caribe insular.

La presencia de artistas españoles que aportaron nuevas visiones al proceso de creación y formación en República Dominicana, así como la influencia de las tendencias vanguardistas del arte internacional aportadas por ellos y por artistas dominicanos residentes en Europa y los Estados Unidos, marcaron el panorama en el que se insertó el surgimiento del campo institucional, oficial, de las artes plásticas. Las sucesivas generaciones de graduados de esa escuela, realizaron una penetración al contexto dominicano de gran versatilidad artística, lo que trajo por resultado una práctica de descentramiento, pues en la observación de las realidades nacionales estaba implícita una intención intelectual y consciente de relectura de la propia historia, observada ahora con un doble sentido de introspección-retrospección, y sobre todo con una voluntad indagatoria para establecer nuevos engarces y nexos con el espacio social y cultural de su tiempo.

Lo más novedoso en ese sentido fue el modo en que la plástica dominicana ensanchó sus posibilidades expresivas y sus vías de exploración, se desligó intensamente de los recursos tradicionales e incursionó en nuevas versiones artísticas de formas y modos de hacer dentro de las nociones de la modernidad visual. Pocas veces una Escuela de Arte puede mostrar tan interesantes resultados. Marianne de Tolentino lo expresa de manera precisa: “La llegada de inmigrantes europeos da un fuerte impulso modernista a República Dominicana… encontramos el mismo rechazo a una asimilación europea, pero la conciencia de que la identidad vernácula ha de trasmutarse y transitar por nuevos caminos estilísticos”.

Como se ha mencionado, el éxodo de un representativo grupo de españoles, entre ellos figuras destacadas del movimiento artístico en su país, a causa de la guerra civil y el nazismo, constituyó una fuerza de ingenio y creatividad que pudo constituirse en base para la fundación de la Escuela de Artes Plásticas, dentro de un proyecto de mayor envergadura a favor de una política orientada por el gobierno de Rafael L. Trujillo, que con marcados visos de demagogia se proyectó hacia el ámbito de la cultura y las artes. En palabras de Sara Hermann: “maneja de una manera utilitaria la esfera de la cultura… adecua el sistema de producción cultural a sus fines específicos de coerción y dominación”

Lo interesante es observar cómo en el seno de esa institucionalidad se fraguó una generación activa de creadores que construyeron un núcleo duro para las artes visuales dominicanas, se generaron filiaciones artísticas grupales que marcaron momentos muy importantes para la proyección expositiva del arte y su presencia internacional, y el proceso se vinculó a movimientos muy significativos en el campo de las letras, en especial de la poesía, como revelación de una dinámica del pensamiento intelectual del cual las artes visuales formaron parte. Ciertas esencias capaces de expresar el ser nacional implicaron socialmente a los artistas, quienes comprendían que lo que estaba en transformación no era sólo la sustancia del arte sino también su función y su capacidad dialógica con otras zonas de la cultura. Por eso las relaciones se hicieron más y más transversales entre la plástica y otras expresiones artísticas, así como entre todas ellas y la sociedad.

A la vez, y como resultado de la propia situación de inestabilidad nacional durante los años en que arrecian los perfiles hegemónicos y caudillistas de Trujillo, artistas dominicanos parten hacia Europa y los Estados Unidos, algunos en condición de exiliados, donde entrarán en contacto con tendencias y grupos artísticos para generar otras dinámicas de cambio muy importantes dentro del panorama artístico nacional. Se trató de un doble proceso de cruce de influencias, surgidas desde dentro del país, con la presencia de los artistas españoles y las instituciones recién creadas; y desde fuera, promovidas también por los que se encontraban en el exterior, lo que dio lugar a una dimensión de cambio y renovación en el entramado histórico del arte de gran trascendencia entre los años cuarenta y sesenta.

Se trató de un momento esencial por el mismo modo en que se sentaron las bases para la competitividad en el campo de las artes a través de las Bienales Nacionales, lo que a su vez estimuló la crítica y el debate. Esas instituciones, que han permanecido activas hasta la contemporaneidad, han generado desde entonces, y hasta hoy, espacios polémicos, sobretodo en la medida en que debieron irse adaptando a los nuevos tiempos de las artes visuales, proceso sin dudas complejo, sobre todo a nivel de las convocatorias de las Bienales y los premios otorgados. No obstante, piezas ganadoras de lauros en las Bienales de Artes Plásticas en esos años, como La muerte del chivo (1948), de
Eligio Pichardo, distinguieron un juego cada vez más libre en el manejo de los recursos visuales, una mirada más audaz al contexto de la dominicanidad y en el uso del tropo para abrir la obra a una mayor opción de significados. Pichardo, como también Paul Giudicelli, fueron constructores de nuevas iconografías, lo que resultó una importante tendencia en los artistas que exploraron una variedad de medios artísticos dentro de las opciones del lenguaje moderno.

Comenzó una experimentación con los trazos evocadores de una memoria silenciosa por indescifrable. Las texturas y las tonalidades parecían aludir al mundo telúrico de una ancestralidad que, por primigenia, devenía signo visual en manos del artista. La mirada a ese pasado desde la pintura dominicana tuvo sus antecedentes en obras de
Luis Desangles y José Vela Zanetti, pero fue Giudicelli un fundador en la reapropiación del universo taíno. No partió de la alegoría representacional, como sus antecesores, sino de la relectura crítica de referentes con una sintaxis moderna. Su obra se desarrolló “dentro de una temática etno-cultural donde las raíces precolombinas y las influencias negras posteriores, tan enraizadas en nuestros rituales populares, afloraban permanentemente”.

Un legado de máxima importancia a la contemporaneidad. Se trató de un proceso indagatorio cada vez más profundo en aspectos étnico-sociales y antropológicos, ha dicho Paula Gómez. Al examinar estos aspectos, afirma: “nunca antes se habían activado de una manera tan profunda los aspectos de la cultura popular dentro de las artes en condiciones de autonomía”. Y añade: “Este es el primer eslabón de una cadena autentificadora de temas portadores de contenidos, que se comportará como categoría de invariancia de la plástica dominicana hasta nuestros días, con sus posibles momentos de ascensos y descensos, como particularidad propia de una región en proceso de una real conformación plástica”.

La dimensión mágica del arte adquiere perfiles muy significativos en la obra de Ada Balcácer, penetrando en nuevas zonas de la sensibilidad popular para entablar con ellas sus diálogos artísticos, al igual que Gaspar Mario Cruz. Este último, con su pieza Llanto del Baquiní (1956), no solo puso en valor la madera como material escultórico, sino que lo hizo con una organicidad de fuerza ancestral, que reivindica el legado de africanidad residente en él y en la cultura dominicana. Resaltan también las denominadas por la crítica Jeannette Miller “mitologías poéticas” de Gilberto Hernández Ortega, apreciables en la obra Composición en azul (1958), que obtuvo segundo premio de pintura en la IX Bienal Nacional, y las personalidades sensibles de Marianela Jiménez y Clara Ledesma, que dan lugar a una mirada innovadora sobre la figura de la mujer en el arte dominicano. Los creadores tuvieron que encontrar los términos más apropiados de su expresión, ciertas claves. Se trató de asumir un punto de partida y a su vez un punto de giro como tendencia, y así ocurrió en esas sucesivas graduaciones de la escuela de arte.

Sin embargo, para fijar los motivos que podrían construir esa visualidad de inspiración nacional e identitaria, fue imprescindible “abstraer” de la realidad ciertas esencialidades. El símbolo dominó el panorama creativo y lo más significativo fue su conversión en signo visual por el modo en que los referentes adquirían la connotación de atributos cargados de significados. En ese contexto, señala Jeannette Miller, “durante los años cuarenta las características que definían la dictadura de Trujillo contribuyeron, tanto en la pintura como en la literatura, al uso de símbolos y abstracciones para poder expresar inquietudes”. Esta situación se hará mucho más aguda en los cincuenta, precisa la autora, por las tensiones y persecuciones reinantes en el ambiente. “En Santo Domingo el surgimiento de la abstracción viene pautado por un ambiente represivo que lleva a los artistas a una dimensionalización espiritualista como escape a la grotesca contradicción hombre-geografía en un país exuberante donde la gente muere por fuerza o por hambre”.17 De acuerdo con el criterio de esta autora, podríamos preguntarnos si la abstracción fue entonces también una estrategia de inconformidad social, un desafío a las circunstancias, un modo de vulnerar la censura.

En la construcción del símbolo se advierten procesos de selección y síntesis que constituyen maneras de “abstraer”, de separar por operaciones intelectuales partes del todo, un modo de aislar para significar o para otorgarle nociones esenciales. Fue un complejísimo proceso en el plano psico-social pues se trataba de trascender lo superficial y pintoresco para construir otras imágenes portadoras de significados, superar la dimensión representacional y realista propia de la tradición. El proceso fue intenso y complejo; los artistas asumieron numerosas influencias para ser definitivamente ellos mismos.

Fernando Peña Defilló inició su etapa formativa en la Escuela de Bellas Artes de Santo Domingo. Estuvo allí entre 1949 y 1951. Desde su lealtad a la vocación y con las inquietudes que sembraron en él sus maestros, inició el camino de nuevas búsquedas en el exterior. Como para tantos otros artistas que habitaban en las periferias de los reconocidos centros internacionales del arte, el viaje constituyó una alternativa de apertura a nuevos horizontes artísticos. Esa trayectoria desde las islas del Caribe había tenido como destinación histórica el otro lado del Atlántico, lo que parecía obvio por ser la metrópoli europea la referencia de un criterio de valor cultural que equiparaba –supuestamente– los centros hegemónicos del poder colonial con los del arte. Por decisión selectiva de los artistas, ante las novedades vanguardistas que estaban ocurriendo, especialmente Francia adquirió la importancia de un nuevo destino de estudios y experiencias artísticas para los creadores del Caribe hispano insular. Pero durante la primera mitad del siglo xx, México, con su arte mural, sus técnicas gráficas y sus procesos de democratización cultural, fue otra opción de interés para algunos artistas caribeños, una posibilidad en paralelo a las tendencias más reconocidas del arte europeo occidental. Allí se radicó por varios años Darío Suro, quien aportaría al contexto dominicano una influencia importante del arte de ese país que había significado un momento de cambio en relación con su pintura precedente.

Pero a partir de la segunda mitad del pasado siglo, los Estados Unidos –particularmente Nueva York– se erigió como centro de arte en este hemisferio y paulatinamente a escala internacional, lo que creó otro polo de atracción para los artistas latinoamericanos y antillanos que se orientaban hacia sus centros de formación, galerías y museos, motivados por sus sistemas de circulación y mercado de obras. Es interesante observar que a su vez desde allí se producían otras importantes interconexiones, como las que muestra en su obra Tito Cánepa quien, vinculado a la escuela de Rufino Tamayo en esa ciudad, asume un referente mexicano bien marcado, con especial influencia del muralismo.

La dinámica de las propuestas artísticas que se formulaban y proyectaban desde Estados Unidos irradiaron con intensidad en el mundo del arte: “inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial emerge la vigorosa Escuela de Nueva York, creando influencias que de modo gradual llegan hasta Europa, invirtiendo así la tradicional marcha de la civilización hacia el Oeste”.18 Fernando Peña Defilló optó por viajar a Europa en 1951, se instaló por más tiempo en España, y está allí cuando se están produciendo debates al interior de la propia modernidad europea, bajo el influjo de las corrientes artísticas provenientes de los Estados Unidos. En ese lugar donde se están cruzando las fronteras del arte y se están haciendo permeables los bordes de una nueva sensibilidad artística, se encuentra el artista con veintidós años de edad. El viaje situó más de una vez a los artistas de esta parte del mundo en similares coyunturas histórico-artísticas.

Este panorama debió intensificar la exploración de Peña Defilló sobre las emergentes nociones que daban especial valor, en lo pictórico, a la materia artística, poniendo el énfasis en las cualidades autónomas de la expresión plástica y en sus libertades subjetivas. Con las espesas capas de pigmentos y las pastosas texturas sobre el lienzo, se acentuaba la separación entre lo figurativo y lo abstracto, categorías del lenguaje visual nacidas a partir de las vanguardias del pasado siglo. Una mayor capacidad expresiva de las fuerzas creativas y de las libertades formales de la materia artística definía el lenguaje de la abstracción llamada informalista que se abría paso en Europa.

En el arte dominicano algunos artistas habían iniciado un trayecto abstraccionista y otros habían regresado empleando modos de hacer abstractos aprendidos en Europa.
Jeannette Miller lo expresa sintéticamente del modo siguiente: “Los artistas que emergen en esos años son los que desarrollan el arte abstracto dominicano. Entre ellos se destacan Eligio Pichardo (1930-1984), Paul Giudicelli (1921-1965), Domingo Liz (1931), Fernando Peña Defilló (1928), Silvano Lora (1931), Gaspar Mario Cruz (1925), Antonio Toribio (1934) y Ada Balcácer (1930) […] Silvano Lora y Fernando Peña Defilló comparten con el grupo El Paso en Madrid, logrando sobresalir dentro de la producción informalista en España. En la isla y al mismo tiempo que Paul Giudicelli, Eligio Pichardo utiliza un lenguaje moderno y produce una obra expresionista geométrica que nunca abandona por completo la figuración”.

Por su parte, Silvano Lora tuvo su primera exposición personal, presentada en Santo
Domingo, en 1951. Su obra –caracterizada por la experimentación– adquirió desde sus años parisinos y sus contactos con la orientación abstracta un camino de inquietudes artísticas siempre dirigidas a la indagación y al uso muy diversificado de los recursos plásticos. Fue el informalismo quien lo introdujo, desde sus años juveniles, en el valor de la superficie, la materia, y la fuerza de la pintura como masa y gesto. En cualquier caso, el lienzo dejó de ser un soporte representacional, lo cual es también una favorable herencia de las propuestas informalistas. Esta cualidad sensible de la superficie y su capacidad para recibir mensajes táctiles y objetuales provenientes del mundo real, la hizo cómplice de funciones testimoniales, y la convirtió en un soporte híbrido que colocó la obra de Silvano Lora en una zona indefinida entre escultura y pintura. Por otra parte, el artista echó mano a todo tipo de materiales, que han sido empleados en su obra con una fuerte carga simbólica para identificar ciertas zonas de la identidad caribeña, sobre todo desde las tradiciones populares.

La diferencia esencial del proceso que se iniciaba en él y en los otros artistas era la apropiación consciente del abstraccionismo como proceder creativo, convicción ideoestética y asunción de las poéticas artísticas que sustentaban las nuevas tendencias. En ese sentido, a partir de los años cincuenta se produjo un parteaguas abstracción/ figuración, dos denominaciones que aparecían confrontadas en sus presupuestos estético-artísticos y que actuaron como un modo clasificatorio bastante superficial, pero que operó en los procesos de creación y valoración de las obras de arte, situación felizmente superada en las tendencias contemporáneas, quizás con más evidencia a partir de los años ochenta del pasado siglo, por la apertura de la obra de arte a mayores libertades creativas, pero también por una mejor comprensión histórica del significado de la abstracción como instrumental crítico y artístico en el proceso constructivo de la obra, favorecida además por el intenso desarrollo del diseño, la publicidad, la televisión y, más recientemente, la tecnología digital.

El abstraccionismo amplió su presencia en todas las manifestaciones artísticas y especialmente en la escultura, que encontró numerosas alternativas en el empleo de materiales y formas, como también nuevos campos de exploración que resultaron trascendentes a la contemporaneidad. La polémica modernista se debatió en todos esos terrenos de la creación y tuvo que abrirse paso en circunstancias difíciles, confrontando con las prácticas artísticas precedentes y con la función comunicativa dentro de las nuevas proyecciones sociales que se reclamaban al arte. Lo esencial en este sentido fue el paulatino desvanecimiento de lo anecdótico para asumir esas zonas de contactos con el acontecimiento plástico, que enalteció y reivindicó –con toda sensibilidad– las fuentes nutricias de la cultura isleña.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Yolanda Wood, Historiadora, crítica e Investigadora de Arte.
Profesora titular de la Universidad de la Habana