La proliferación y mezcla de tendencias, la libertad en el uso de los estilos internacionales y los modos de interpretar el universo dominicano en imágenes revelan la inutilidad de aplicar clasificaciones estilísticas precisas a lo que el arte dominicano iba mostrando como alternativas creadoras.

Se trata de un esfuerzo crítico que distorsiona lo esencial de la cuestión: el artista operó con una gran heterodoxia en la selección de sus enunciados artísticos dentro de la cartografía cultural de sus propias motivaciones e intereses. De tal modo que los sujetos y los ambientes, las inquietudes sociales y los conflictos raciales participaron en el andamiaje estructurador del texto artístico a partir de una multiplicidad de recursos que denotan una capacidad regeneradora de los sistemas visuales de los que se sirve el artista, de acuerdo con sus intenciones estéticas. Figuras esenciales del arte dominicano han sido precedencias indiscutibles para toda la producción artística que les continuó y para el quehacer contemporáneo.

En ese universo de tantos artistas se distinguen cuatro creadores que abrieron la gama de la diversidad de tendencias para la modernidad dominicana: Celeste Woss y Gil, Jaime Colson, Darío Suro y Yoryi Morel. Cada uno a su manera realizó aportes destacados a la renovación visual antes de existir de manera estructurada el campo institucional de las artes plásticas. Ellos no integraron procesos grupales y actuaron con relativa independencia en sus contextos específicos. Visto el asunto retrospectivamente, es la historia del arte la que los integra para focalizar en ellos un momento esencial de cambio. No tuvo la plástica dominicana de esos años un antecedente polémico con el cual discutir, estos artistas más que oponerse de forma rebelde a sus predecesores, vivieron un tiempo que los hizo protagonistas de disímiles hazañas estético-artísticas, lo que dio a su labor la trascendencia inspiradora para constituirse en legado crítico para las próximas generaciones. Exponen por primera vez entre los años veinte y treinta, transitando por búsquedas artísticas que los orientaron a los caminos de la diversidad que podía fundar la modernidad dominicana. Adquirieron proyección internacional, como ocurrió con la Medalla de Bronce otorgada a Yoryi Morel por su participación en la Exposición Internacional de San Francisco, en 1939. Algunos de ellos colaboraron en revistas culturales donde ilustraban o publicaban sus obras.

El momento no dejaba de ser complejo para la cultura dominicana y su universo visual. La instauración de la dictadura de Rafael L. Trujillo, poco después de finalizar la ocupación militar de los Estados Unidos, mantuvo al país en una permanente incertidumbre, agravada por la crisis económica que se reflejaba a escala continental con el crack bancario de 1929 y la capitalización del país, cada vez mayor, por los intereses foráneos; todos, fueron factores que impactaron a la sociedad dominicana al ampliarse las brechas entre los sectores sociales con un incremento de los espacios de marginalidad, signados por la pobreza, el racismo y la exclusión. En ese sentido las tempranas obras narrativas de Juan Bosch –como Camino real (1933) y La Mañosa (1936)– son constatación de cómo permearon estos problemas la conciencia nacional e intelectual sobre múltiples campos del pensamiento y la cultura dominicanos.

La variedad en cuanto al origen territorial y social de los creadores mencionados, en cuanto a la formación artística y los países de su elección para realizar estudios y desarrollar etapas de trabajo, puede comprenderse como un dato que contribuye también a las diversidades modernas dominicanas por estos años; así ocurre con la presencia relevante de una mujer que, sin ser la primera en la historia del arte dominicano, fundó su propia escuela y trascendió por transgresora. Celeste Woss y Gil inauguró por su postura creadora un distinguido lugar para la mujer artista en el arte dominicano como aporte a la contemporaneidad. Realizó estudios en Estados Unidos, Europa y Cuba, y con sus desnudos femeninos tributó un legado seguro a las artes de su país por atreverse y por abrir el diapasón de la multietnicidad dominicana en sus imágenes de mujer.

Mientras, Jaime Colson estudió en España; desde allí se trasladó a Francia, donde observó el panorama de las vanguardias y quizás en estos años se aproximó en exceso a ellas, especialmente al cubismo y a ciertas tendencias surrealistas. En esos primeros veinte años de viajes sucesivos sin regreso a la República Dominicana, Colson peregrinó por las más diversas trayectorias artísticas, en el camino de buscar su propia personalidad creadora. En ese sentido, las etapas mexicana y cubana –especialmente la primera– fueron de singular importancia en su itinerario artístico, ahora por tierras americanas. Su estancia de varios años en México le sirvió “para darse cuenta de que tanto desde el punto de vista étnico como estético, las Antillas son algo aparte del continente”.

Si se pasa la mirada sobre las obras más importantes de Colson mientras transita por esas experiencias de dos décadas de viajes y estudios, una pieza resalta sin dudas en todo el conjunto, Merengue (1938), que podemos imaginar realizada a su regreso a la República Dominicana, aunque no se sabe dónde fue pintada, pues en ese año “Colson estuvo en México, La Habana, Santo Domingo y París”,8 según Ricardo Ramón Jarne. Valdría la pena creer que se trata de una pieza evocadora del reencuentro “con el país natal”, en la que si bien aún se aprecia una composición fuertemente inspirada en sus antecedentes cubistas y en la importancia del espacio pictórico como caja estructuradora –según aparecía en la serie Catarsis–, en esta ocasión el autor parece abrir una puerta de acceso a la cultura popular sin precedentes en el arte dominicano. Refiriéndose a Merengue y a otras obras posteriores sobre el mismo asunto, Sara Hermann afirmó que por el modo de revelar las costumbres y el accionar del dominicano, se le puede otorgar a la escena “el carácter de estampa nacional”.9 La obra quedó como un hito en esos años y sin embargo no marcará época en el itinerario artístico inmediato de Colson; habrá que esperar aún para apreciar al artista en esta dimensión de sólida creación sobre temas de la cultura popular.

Otra novedad de su trabajo artístico fue el tratamiento del cuerpo masculino. En su desprejuiciada manera de representarlo, en especial el desnudo, surgió en el arte nacional por estos años un tema de gran importancia para la modernidad dominicana, que con sus tonalidades diferentes aportó una mirada anticonservadora y fuertemente liberadora en la representación del sujeto –tanto de la figura del hombre como de la mujer– con las obras de Jaime Colson y de Celeste Woss y Gil.

Por su parte, Darío Suro y Yoryi Morel se hacen en el ambiente local y construyen un universo de referencias propias con un lenguaje plástico que anuncia un camino visual hacia la tipicidad vernacular. El primero en La Vega y el segundo en Santiago de los Caballeros, no solo muestran otra faceta de las diversidades modernas dominicanas en cuanto a las procedencias territoriales de los artistas, sino que ellos aportan una mirada hacia el país profundo, hacia la campiña y la ruralidad, y un trabajo con la luz que marca también un momento inicial para una nueva observación de las realidades nacionales. Darío Suro experimenta con una paleta velada por el efecto de una lluvia, un aguacero, sobre plazas públicas –Lluvia en el Mercado de La Vega (1940)– y paisajes con palmeras –Paisaje de lluvia (1940). A partir de esa inclemencia de los temporales tropicales, el artista evoca un trato muy personal de la imagen que impresiona al espectador para motivar otras posibles reflexiones. Desde la naturaleza, el artista es provocador de una imagen sublime –artísticamente– que puede ser generadora de versiones polisémicas a partir del imaginario popular, cuando con toda intencionalidad el pueblo dice “llueve, pero no escampa”

Yoryi Morel, identificado por sus versiones de costumbrismo y tropicalidad, emplea la luz con intensidad colorista, haciendo de la imaginación un medio para seleccionar el motivo y el fragmento de realidad que define los ambientes y los espacios de una identidad visual que resalta en las diversidades modernas del arte dominicano. La expresión de una nacionalidad visual se expresa desde el universo criollo con profunda exaltación afectiva, lo que personaliza sus paisajes a través de la gestualidad de su pincelada y la seducción de su paleta. En ese sentido, Paula Gómez propone ciertas claves que ponen el acento sobre el trato de la luz, pero destacando “sus gradaciones y las calidades del color. En la obra Paisaje (1927) y Sin título (1928), se aprecia el interés del artista por reflejar los cambios que la luminosidad proporciona en el paisaje en diferentes momentos del día”. Se refiere también la autora a “los empastes y texturas”, y precisa: “La obra Rancho de framboyán (1938) es un vivo ejemplo de ello”. Su aporte esencial está en la naturaleza vibrante, donde el motivo seleccionado no es una imagen extraviada en el paisaje sino un elemento protagónico. La ruralidad campesina y las callejuelas de barrios suburbanos en las obras de Yoryi Morel convirtieron la naturaleza en materia pictórica para el arte y ello significó un gran “enriquecimiento del inventario a partir del cual trabaja la creación plástica”,11 así como un aporte sustancial a la historia del arte dominicano y antillano, por la especial significación que tendrán la naturaleza y el paisaje en la configuración de sus procesos visuales a través del tiempo, en el contexto de la insularidad caribeña.

Tomado del Libro Trenzando una Historia en Curso, Arte dominicano contemporáneo en el contexto del Caribe

Yolanda Wood, Historiadora, crítica e Investigadora de Arte.
Profesora titular de la Universidad de la Habana